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Crímenes teatrales (I)
Algunos asesinatos golden age en un marco teatral
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Ensayos y Monografías en 29 junio 2021 0 Comentarios 23 min lectura
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Pero el verdadero teatro, en la medida que se agita y en la medida que se sirve de la vida ―voraz, salvaje y en perpetuo movimiento― logra siempre mover sombras.

A. Artaud, El teatro y la cultura.

El mundo teatral siempre ha resultado una fuente prolífica de crímenes para la ficción detectivesca. Pocos son los autores que no se han dejado seducir por las candilejas de un modo u otro. En el caso de la novela policíaca de la Golde Age este vínculo se hace especialmente notorio por distintos factores.

El primero sería de carácter profesional. Los novelistas, amén de escritores profesionales relacionados con el mundo de las letras y el ambiente académico, trabajaron en muchas ocasiones como autores teatrales e, incluso, como directores escénicos y actores. Muchos de ellos estaban muy familiarizados con el mundillo de las candilejas.

Hay que recordar que, a pesar del auge del cine, la escena seguía siendo en los primeros decenios del siglo XX un espectáculo multitudinario. El éxito del género policial no fue ajeno a las tablas desde un principio. A las famosas adaptaciones teatrales del personaje de Sherlock Holmes siguieron otras no menos celebradas en su época. Baste recordar la extraordinaria acogida que durante décadas han recibido las versiones dramáticas que la misma Agatha Christie hizo de sus novelas y sus relatos, siendo La ratonera (The Mousetrap) el caso más evidente y abrumador [1].

Ngaio Marsh es otro buen ejemplo de esta relación: trabajó durante toda su vida como directora teatral, con una muy estrecha relación con la compañía New Zealand Players, y escribió una docena de obras para escena basadas en sus novelas policíacas. También fueron autores de teatro otros grandes de la novela detectivesca como Hugh Callingham Wheeler (cincuenta por ciento de la firma Quentin Patrick), Marco Page o la inmensa Josephine Tey.

Por otro lado, no hay que olvidar un hecho indiscutible: el teatro inglés es notoriamente sangriento[2]. La tradición de la literatura dramática británica ha sido muy receptiva sin duda a lo que podríamos llamar el esplendor poético de la sangre. Crímenes y asesinatos, brutales o sofisticados, pueblan las páginas no solo de W. Shakespeare, sino también, y especialmente, de John Webster, Thomas Kyd o John Ford. Los ejemplos son abundantes y de sobra conocidos. El espectador anglosajón estaba más que acostumbrado a ver matanzas en el escenario, lo cual no pudo sino sugestionar a los novelistas para ambientar allí sus misterios.

Para terminar, están los factores técnicos relacionados directamente con la narración detectivesca. Y es que los entresijos de una compañía teatral son especialmente favorables a la modalidad literaria que nos ocupa, al whodunit. Nos encontramos ante un grupo cerrado de personas ―entre los cuales abundan habitualmente las rencillas, las personalidades complejas y los egos enfermizos―, todos ellos recluidos durante horas en un marco arquitectónico tan luminoso como sombrío, poblado de disfraces, maquillajes, tramoyas y trampillas. Los actores fingen, se evaden, están acostumbrados a ocultar su identidad. En un ámbito como el de la novela enigma, donde nada es lo que parece, el elenco de una obra es a todas luces un filón.

No cabe duda, por tanto, de que el mundo de las tablas supone un decorado inigualable para planear, desarrollar e investigar un crimen. Si a ello se le añade la familiaridad profesional del autor con el mundillo y ese halo poético del teatro inglés, el resultado es una muy recurrente conexión entre ambos géneros.

Comentaremos algunas novelas que son ejemplares al respecto.

El perfecto juego intelectual

En 1929 dos escritores muy jóvenes ― Frederick Dannay y Manfred Bennington Lee, primos para más señas― crearon un nombre que muy pronto pasaría a la historia de la novela policial: Ellery Queen[3]. La primera novela que escribieron bajo este seudónimo es un perfecto crimen teatral: El misterio del sombrero de copa (The Roman Hat Mystery).

Un hombre es asesinado durante la representación de la obra Tiros en el Teatro Romano, una de las salas más modernas de Broadway. Mr. Monte Field ―un conocido abogado de delincuentes de muy mala fama― aparece envenenado en su butaca al final de la representación; viste de frac, pero no lleva la chistera. El elemento extraño es precisamente ese: el sombrero desaparecido, algo que obsesiona al investigador.

El policía encargado del caso es Richard Queen. Al veterano inspector lo ayuda su propio hijo, el escritor de novelas policíacas Ellery Queen, un joven culto, apático, elegante y sagaz. Si bien en esta primera entrega el refinamiento de Ellery parece un poco forzado, el contraste entre los caracteres de ambos Queen es fructífero: el padre es metódico, memorístico y profesional; el hijo, de talante imaginativo y mordaz, es particularmente sensible a los vaivenes de la psique humana. Ellery, el verdadero detective, el genio de la deducción, usa la lógica de forma precisa, extrae sus conclusiones mediante la eliminación de lo imposible:

Es muy sencillo. El razonamiento puro indica que, cuando en una determinada ecuación, se han agotado todas las posibilidades, salvo una, es esta última necesariamente la buena… teorema análogo al que me ha permitido inferir que los papeles se encuentran aquí.

El joven contempla los acontecimientos impasible, con languidez e indolencia, pero resulta implacable en su ausencia de respeto por unas convenciones legales que no comprende ni comparte:

Lo que me parece reprochable en el actual sistema policial —pronunció la voz de Ellery—, es su implacable modo de perseguir a los que libran a la sociedad de parásitos tales como el señor Monte Field.

A primera vista, parecería que el teatro es solo un marco, un edificio público sin más. La obra, Tiros, es meramente decorativa, paradójica por su título y su género, pues está plagada de revólveres, gángsteres y detonaciones, pero intrascendente para la trama. Podría dar la sensación de que igual hubiera valido un estadio o una iglesia, cualquier lugar donde se congregasen multitudes. Al final sabemos que no es así. El teatro representa un papel fundamental.

El estilo es sobrio, conciso y directo. Los autores desechan la ornamentación porque lo único que les interesa es el enigma, el problema intelectual, que en esta ocasión resulta extraordinariamente desplegado y resuelto ante nuestros ojos. Buscan el policial puro y, en él, las reglas del juego están claras. Hacia el final de la novela nos lanzan un desafío en forma de interludio:

Amigo lector, te hallas en posesión de todos los datos esenciales. Deberías ahora poder responder a las dos preguntas siguientes: «¿Quién mató a Monte Field? ¿Cómo fue cometido el crimen?».

¿Puedes? Si no… vuelve la página.

Fuerzas malignas se dirigen contra una compañía

Sobre el cochambroso y espectral teatro Dagonet pesa una maldición. Peter Duluth es director y empresario teatral, y dedica todos sus esfuerzos a estrenar lo que está destinado a ser un gran éxito de Broadway: Aguas revueltas. Sin embargo, el Dagonet es un teatro que no le gusta a nadie de la compañía. Un viejo actor secundario y venido a menos tiene recuerdos terribles de una tragedia que sucedió allí. Aparecen fantasmas en los espejos de los camerinos. Un gato pasea  entre bambalinas con una tarjeta deseando el infortunio de quien trabaje en esas tablas.

En 1938 bajo el nombre de Patrick Quentin ―detrás del que se escondía la muy prolífica asociación de Richard Wilson Webb y Hugh Callingham Wheeler― se publicaría Enigma para actores (Puzzle for Players), una de las grandes novelas policíacas ambientadas en el mundo del teatro.

Como Chesterton, como el mejor Carter Dickson, se nos plantean unos enigmas iniciales de corte sobrenatural, poco menos que demoníacos. Ambiente fantástico y ominoso.

Bajamos la escalera de piedra, dejando a nuestra izquierda el cuarto de Mac y atravesamos un par de puertas viejísimas que daban acceso al depósito debajo del escenario. Nunca había estado allí. El Dagonet resultaba más desagradable aún bajo el escenario que en ninguna otra parte. Había un olor centenario a cosméticos y suciedad. La única luz, que se filtraba a través de las rejas a nivel de la calle, iluminaba mezquinamente viejos baúles, restos de espectáculos olvidados largo tiempo atrás, decoraciones que se deshacían en polvo y toda clase de residuos. (…) Con consciente orgullo Eddie me guió a través de aquel antro de espectáculos olvidados, señalándome trampa tras trampa, muchas de las cuales mostraban una rata atrapada. Resultaba en verdad asombroso que hubiera cazado tantas en tan poco tiempo.

Al parecer, después de vivir algunos meses en el Dagonet, hasta los bichos más asquerosos se sentían inclinados al suicidio.

Peter Duluth es el narrador. El empresario ―exalcohólico atormentado y veterano de la Segunda Guerra Mundial― es un personaje inmenso, desbordado de dudas y de angustia, en pos del estreno de una obra que es más que una obra, pues supone para él una última oportunidad de redención. El uso de la primera persona consigue de forma magistral provocar la sensación de peligro. El narrador ―borracho, derrotado, cínico, víctima de su propia mente― le da a la narración cierto aire de novela negra de pesadilla, a lo Franklin Bardin.

El resto del elenco es tan improbable como trágico y maravilloso: un autor enfermizamente inseguro; un galán que odia los espejos, traumatizado por un accidente que desfiguró su rostro; una protagonista víctima de malos tratos; un viejo actor de reparto aterrado por los fantasmas del pasado… El amor se confunde con la más profunda aversión. La vida de cada uno de ellos parece depender del éxito de Aguas revueltas.

Y, por encima de todos los personajes, planea la majestuosa figura del doctor Lenz. El reconocido psiquiatra se nos presenta como una deidad imperturbable que escruta los entresijos del alma humana como un científico que estudiase sus ratas de laboratorio. Es satánicamente ingenioso.

Toda la obra deja traslucir amor al teatro y un verdadero conocimiento de este. Los actores llegan a confundirse con sus personajes. Los entresijos de la compañía se ponen al descubierto al detalle, con sus miserias y sus grandezas. En este sentido, la narración de los ensayos es particularmente reveladora y resulta familiar a cualquiera que lo haya vivido de cerca: algunos son mágicos e, inesperadamente, sin que nadie sepa por qué, ofrecen un resultado maravilloso; otros, en cambio, son insalvables y caen en un abismo de mediocridad y abulia, también sin motivo aparente.

El director vive estos acontecimientos obsesionado por cada detalle. Alguien tiene que hacerlo para que todo salga bien. Para él, el crimen no es sino otro obstáculo que debe superar Aguas revueltas. Su obra está por encima de todo. Lo vemos en las últimas páginas. La resolución del misterio coincide con el estreno. Duluth intenta prestar atención a los detalles del caso, pero los acontecimientos sobre las tablas, el hecho artístico, la belleza que ha conseguido a costa casi de dejarse la vida, todo eso lo atrae mucho más:

Era una sensación extraña, escuchar a Lenz con un oído tremendamente ansioso por saber lo que diría (aclarando la identidad del asesino), y sin embargo, estar durante todo el tiempo atento a la representación que se desarrollaba ante mí, abajo; valorar cada frase del diálogo que allí se pronunciaba, cotejar cada instante del trabajo escénico con el módulo de perfección que tenía en mi cerebro (…)

Mientras lo escuchaba, estaba pensando «Mirabelle se demoró un instante de más en el escenario. Theo no ha logrado del todo esa inflexión. Pero nadie debe de haberse dado cuenta».

En pocas novelas se ha reflejado el mundo del teatro como en Enigma para actores. Resulta una indiscutible obra maestra: compleja, aterradora y vívida.

El detective ausente

Publicada en 1935, Tragedia en tres actos (Three Act Tragedy) es la novena de las novelas que Agatha Christie dedicó al genio de Hercule Poirot, la decimoséptima de su producción novelística total. Se trata de una narración luminosa, que derrocha ingenio.

Nos encontramos ante una de esas piezas, tan típicas de la dama del crimen, que empiezan en un ambiente de plácido lujo y ocio elegante. La atmósfera es retratada con la sutil ironía del miembro de un grupo social que es suficientemente perspicaz como para distanciarse de él y observarlo con detenimiento.

Poirot es invitado a cenar en la casa de un célebre actor retirado, sir Charles Cartwright y, por supuesto, estando el detective por allí, durante la velada se produce un crimen. La autora ironiza tal cúmulo de ineludibles casualidades por boca de uno de sus personajes:

Los acontecimientos van a las personas y no las personas a los acontecimientos. ¿Por qué unas personas tienen vidas emocionantes y otras tediosas? ¿Debido a lo que las rodea? ¡No! Un hombre podría ir al fin del mundo sin que nada le sucediese. La semana anterior a su llegada, una revolución asolará las calles de la ciudad a la que él se dirige y se producirá un trágico terremoto al día siguiente de su partida. En cambio, a otro que vive tranquilamente en Balham y cada día se dirige a la City le pueden ocurrir infinidad de cosas. Hay quien parece atraer los naufragios. Por eso hombres como Hercule Poirot no tienen que preocuparse por buscar crímenes porque los crímenes acuden a ellos.

Sin embargo, Poirot está lejos de ser el protagonista de la novela. Su concurrencia en las páginas de las dos primeras partes del libro es meramente anecdótica. Aparece al final, ex machina, para solucionar el misterio. Sus últimas palabras, que no reproduciremos aquí, son difícilmente olvidables. Todo buen aficionado al detective belga las recuerda con regocijo.

La narración, por tanto, está focalizada en otro personaje, Mr. Satterthwaite, mecenas del teatro especialmente sensible y observador, al que acompañan dos amigos: el actor, sir Charles Cartwright, y su joven e intrépida enamorada, la señorita Egg Lytton Gore. En aquellos años anteriores a la guerra, las obras de Agatha Christie todavía se poblaban de jóvenes inquietas y atrevidas que, a fuerza de ingenio y de coraje, buscaban abrirse un camino a codazos en el mundo de los hombres. Era la época de los cortes de pelo a lo garçon, de los automóviles rápidos y del tenis.

El teatro estructura la obra, que se divide en tres actos, cada uno de los cuales alberga un crimen. El actor retirado actúa siempre. El mundo es su escenario ―¿no lo es el de todos?, se pregunta― y durante la investigación parece representar con cierta gracia el papel de detective privado y de espía misterioso. Actuar, simular, representar… La gente finge lo que no es. Esa es la clave de esta historia y ese es su principal mérito.

Tragedia en tres actos es magnífica, divertida e ingeniosa como una comedia; sin embargo, y casi sin que nos demos cuenta, también supone una tragedia  triste y perturbadora, destinada a mostrarnos sin ambages la fría banalidad del mal.

El inspector Grant y la farándula

Josephine Tey fue una formidable autora de novelas policiales y la historia de la literatura recuerda su nombre por ello. Su verdadera ambición, sin embargo, fue triunfar como autora teatral. No tuvo fortuna en su empeño. Solo una de la docena de obras que escribió ―todas bajo el seudónimo de Gordon Daviot, todas de tema histórico, todas olvidadas― tuvo cierta repercusión en su época: su Richard of Bordeaux se estrenó en el West End en 1932 y se mantuvo en cartel durante catorce semanas. De lo demás hay pocas noticias. Una fortuna muy distinta corrieron sus novelas, como es bien sabido por cualquier aficionado: escribió ocho piezas memorables dentro del género criminal[4].

Ninguna de sus ficciones detectivescas se centra en el mundo de las tablas. Dos de sus novelas, no obstante, evocan el mundo de la farándula de modo más o menos accidental, sin entrar en pormenores acerca de la vida teatral. Merece la pena, no obstante, dedicarles unas líneas.

El muerto en la cola (The man in the queue, 1929) no es la mejor obra de la autora, pero no carece en absoluto de interés. Fue su primer policial y fue aquel en el que introdujo la figura del inspector Alan Grant, que desgranaremos sucintamente más abajo.

Como crimen teatral no deja de ser curioso. Comienza con una descripción del ambiente teatral de Londres. Las tablas aparecen como el gran espectáculo de masas. Contemplamos el bullicio, la expectación, las multitudes que se apretujan para conseguir una entrada… En medio de ese tráfago, aparece el muerto más absurdo: un cadáver de pie, sostenido por la muchedumbre apretujada, en la cola de la taquilla del Woffington, esperando para admirar a su fulgurante estrella, Ray Marcable.

El arma era un estilete pequeño, de hoja muy afilada. Se lo habían clavado en la espalda, un poco a la izquierda de la columna vertebral (…) A juicio del forense, pasó un tiempo considerable —tal vez diez minutos o más —antes de que el hombre se desplomara al avanzar las personas que lo precedían. El apretujamiento lo mantuvo de pie e incluso hizo que se adelantara junto con los demás. En verdad, aun queriéndolo, habría sido totalmente imposible caer al suelo en una aglomeración semejante. Lo más probable era que el hombre ni siquiera se hubiese dado cuenta de que lo atacaban. En tales ocasiones sobrevienen tantos empujones, codazos y pisotones involuntarios, que nadie advertiría un golpe súbito, no demasiado doloroso.

Se trata, por tanto, de  lo que se conoce como un crimen abierto: el número de sospechosos es enorme.

La investigación se centra en la exploración minuciosa de las posibilidades que brindan las pistas materiales: huellas, testigos, billetes… En ocasiones la autora se empeña en detallar los pormenores más aburridos de la labor policial ―pecado en el que incurrirán más adelante con insistencia contemporáneos como Henning Mankell o Alicia Giménez Bartlet―, sin duda llevada por un prurito de verosimilitud. Diremos al respecto que esto no hace las novelas más interesantes, por más que las haga más correctas (“procedimentalmente correctas” dirían los pedagogos y los cursis).

El estilo, no obstante, es bueno. Tey es especialmente ingeniosa cuando retrata la ciudad y sus alrededores. La evocación de la comedia musical alterna lo que sucede en el escenario con las reacciones del público:

El teatro, que nunca había sido muy grande, estaba lleno de bote en bote, cargada la rosada penumbra de esa cualidad eléctrica que sólo se advierte cuando la obra entusiasma a los espectadores, del primero al último. Y esa noche todos estaban entusiasmados al máximo; era la última representación, y el público se despedía del objeto de su culto. Abandonándose a la emoción del momento en una forma totalmente antibritánica, el auditorio destilaba adulación, camaradería, pesar. (…)

Una y otra vez, al estridente reclamo del público, la música tornó a infundirle vida a la protagonista; la sostuvo sonriente, radiante, temblorosa, como una esfera de cristal suspendida en lo alto del chorro de una fuente, y luego la hizo caer en rápido descenso hasta dejarla inmóvil en medio de un silencio imponente, roto al fin por el estallido de los aplausos. No la dejaban ir, y cuando por fin alguien la retuvo resueltamente entre bastidores, y la compañía trató de seguir adelante con la comedia, el público no ocultó su impaciencia. Nadie quería argumento esa noche, ni para el caso lo había querido nunca.

El inspector Grant es, como hemos dicho, el gran hallazgo de la novela. Se perfila ya como será en las siguientes entregas de la serie, las que harán a la autora una de las más grandes novelistas de la Golden Age: un tipo normal, profesional, eficiente. Muy bien dibujado en sus miedos y contradicciones, se aleja del estereotipo del detective excéntrico que parece resolver los casos por prestidigitación. Grant razona hurgando en la psicología: ¿Qué habrá pensado el asesino cuando…? ¿Cómo habrá imaginado que…?

La siguiente aventura del inspector supone su la consagración de Josephine Tey: Un chelín para velas[5] (A shilling for candles, 1936) es una obra maestra. La novela no refleja el ambiente del teatro, pero se acerca al universo que rodea a una estrella cinematográfica de Hollywood, la cual, por supuesto, empezó en Broadway. El cadáver de la gran actriz Christine Clay aparece sin vida  en una fría playa inglesa. La habían ahogado mientras nadaba a primera hora de la mañana.

En esta obra la escritora escocesa deja claro que lo que a ella le interesa son las personas, no los rompecabezas. Y, sin embargo, se trata de un whodunit perfecto en su ritmo y en la dosificación de la información. La nómina de sospechosos se acrecienta poco a poco, conforme el variopinto elenco de personajes se despliega y conforme ―para desesperación del inspector― las hipótesis se multiplican. Vemos desfilar por sus páginas reporteros sensacionalistas con un fondo de ingenuidad, niñas prodigio de costumbres heterodoxas, videntes estrafalarias, actrices mediocres y envidiosas, aristócratas tan aventureros como indolentes, predicadores religiosos con pocos escrúpulos y espías aficionados.

Y entre todos ellos, por supuesto, Alan Grant. En esta segunda novela su capacidad de observación se ha agudizado; su penetración psicológica es incisiva y exacta. Pero el inspector de Josephine Tey es humano, muy humano. Se equivoca y duda y teme y sufre. En algunos momentos se diría que el mismo Adamsberg está inspirado en él. Hacia el final de la novela, desorientado y abatido, nos hacemos cómplices de su pensamiento:

Deseó ser una de esas maravillosas criaturas, dotadas de un superinstinto y una capacidad de razonamiento infalibles, que pueblan las páginas de las historias de detectives, y no simplemente un inspector diligente, bienintencionado e infatigable.

La resolución es simple, carece de fuegos de artificio. Puede que a algún lector le decepcione, pero es coherente con el tono melancólico y sencillo del inspector y del resto de la novela.

Josephine Tey se erige así como la gran autora realista de un género que quiso ser puramente intelectual. Por ello ―o a pesar de ello―, es uno de los grandes nombres del género.

*****

Hasta aquí esta primera entrega de asesinatos teatrales. Dejamos para un segundo artículo las memorables contribuciones al tema de Michael Innes, Dickson Carr, Edmund Crispin y, por supuesto, de la gran dama oceánica del teatro y el crimen: Ngaio Marsh.

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[1] Estrenada en 1952, ha sido representada en Londres ininterrumpidamente hasta nuestros días. El 12 de octubre de 2019 se alcanzaron las 28.000 representaciones. Se trata, con diferencia, de las obra más representada de la historia del West End y una de las más longevas de la historia del teatro.

[2] Borges llegará a afirmar: «El asesinato es una especialidad de las letras británicas». (“Portrait of a Scoundrell, de Eden Phillpotts” publicado en El Hogar 30/9/1938)

[3] La novela nace de la participación de la pareja de primos en un concurso literario promovido por la revista mensual McClure’s. Decidieron usar como seudónimo, a falta de otro mejor, el nombre de su investigador aficionado. Así, y durante más de treinta años, Ellery Queen fue tanto el alias bajo el que firmaban los autores como el nombre del personaje fundamental de sus novelas. Por supuesto, ganaron el premio.

[4] Una de ellas, La hija del tiempo (The Daughter of Time, 1951), fue considerada como la mejor novela de misterio de todos los tiempos en 1990 por la Crime Writers’ Association.

[5] Adaptada por Alfred Hitchcock bajo el nombre de Inocencia y juventud (Young and Inocent, 1937), recientemente ha sido editada en castellano por la editorial Hoja de Lata, a quienes les debemos agradecer el esfuerzo que están hacien por rescatar del olvido otras magníficas obras de la misma autora como Patrick ha vuelto (Brat Farrar, 1949), El caso de Betty Kane (The Franchise Affair, 1948) y La señorita Pym dispone (Miss Pym disposes, 1946).

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