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Advertencia al lector
J. Dickson Carr
Por Calabuig y Navarro Publicado en Reseñas en 1 junio 2021 0 Comentarios 8 min lectura
Crímenes teatrales (I) Anterior Asesinato en la mansión Darwin Siguiente

Al pronunciar estas frases palabra por palabra, con tranquila persuasión y una especie de severo interés, los ojos del mago, hundidos en los del muchacho, parecían volverse al mismo tiempo marchitos y ardientes; eran unos ojos harto extraños, y se advertía que su interlocutor no podía separar de ellos los suyos propios.

Thomas Mann, Mario y el mago

Con Advertencia al lector (The Reader is Warned, 1939), Dickson Carr dio un giro inesperado al crimen imposible. El gran autor americano demostraba así, una vez más, que era capaz como nadie de retorcer el misterio criminal hasta rozar la exasperación y, acto seguido, hallar la más ingeniosa y natural de las explicaciones.

La novela presenta un inicio clásico de misterio de grupo encerrado. Una mansión solitaria con un extraño invernadero, donde se disponen a pasar un fin de semana seis personajes. Están los anfitriones, mr. y mrs. Constable; también acude un joven abogado, mr. Chase, acompañado de una joven dama, Hilary Keen, y del dr. Sanders, en quien se focaliza la narración.

El sexto integrante de la reunión es Herman Pennik, un enigmático mentalista capaz de leer el pensamiento y utilizar asombrosamente la energía psíquica.

Durante la conversación previa, Pennik había estado sentado tan silencioso que nadie se había percatado de su presencia, ni nadie le había dirigido la palabra. Pero ahora todos se hallaban pendientes de él, como si fuera una poderosa deidad, sentado en el borde de su silla, con su serio traje de sarga azul, los pies cruzados y las manos entrelazadas con tanta fuerza que las medias lunas de las uñas parecían azuladas. (…) Tenía la sensación de que la personalidad de Pennik se agrandaba a cada hora como un árbol tropical bajo un lienzo, revolviendo la tela y echando tentáculos.

En el invernadero cada pequeño sonido parecía agrandarse en el silencio de la expectativa; el murmullo de la fuente semejaba un chapoteo, y hasta podía oírse el roce de cada pie sobre los mosaicos.

La presencia del telépata suscita un interesante debate acerca de la sinceridad y la culpa. ¿Cómo sería un mundo sin secretos? ¿Sería tolerable o quedaríamos todos expuestos a una atroz intemperie? Todos cometemos terribles crímenes en nuestro pensamiento. En ese sentido, todos somos culpables. Aunque no demos el paso más que mentalmente, ¿sería admisible que estas miserias morales se hicieran públicas? A este respecto, una de las invitadas desarrolla la teoría de la «esquina peligrosa»:

—Estuve conversando con Larry acerca de una pieza titulada Esquina peligrosa. El tema de la obra, si usted recuerda, es que en todas las conversaciones entre amigos o parientes hay una esquina peligrosa en la cual la palabra más insignificante puede convertir la charla en un desastre. La mayoría pasamos esa esquina de largo, pero a veces el volante gira por accidente. Entonces, un secreto surge acerca de alguien. Una vez que se ha doblado dicha esquina hay que continuar por el desvío. La revelación de ese secreto conducirá a la revelación de otro secreto de alguien más, hasta que una tras otra se exhibe la vida íntima de todos; y el panorama no es por cierto agradable.

Esa esquina es muy peligrosa. Pero es una esquina que se dobla por accidente o por casualidad. Por el contrario, supongamos que alguien la doblara deliberadamente porque supiese de qué se trata y adónde conduce. ¿Se imagina usted una persona con capacidad para leer nuestros pensamientos? ¿Para conocer todos los secretos de la gente? Imposible pensar en el resultado. La vida se volvería simplemente intolerable, eso es todo. ¿No lo cree usted?

El mentalista es un ser vulgar y, al mismo tiempo, perturbador. Conforme avanza la novela, adquiere tintes extrañamente poliédricos. Puede aparecer ante nuestros ojos como un malvado o como un ingenuo; tan astuto, soberbio y rijoso como apocado e infantil… Resulta difícil dilucidar si se trata de un semidiós o de un farsante.

Desde el principio, se intuye cierto peligro en su pseudociencia:

—¿Sostiene que las ondas del pensamiento poseen una fuerza física como las del sonido?

—Así es.

—Pero el sonido, científicamente, puede medirse y pesarse…

—¡Por supuesto! Las notas del sonido pueden quebrar el cristal y hasta matar a un hombre. Lo mismo se aplica alpensamiento.

Pennik, por supuesto, también tiene el don de la profecía. Como no podía ser menos, anticipa una muerte. Uno de ellos morirá antes de que acabe el viernes. El extraño vidente, de hecho, prepara la mesa para la cena y solo pone cubiertos para cinco comensales. El condenado perecerá antes de que se sirva el primer plato.

Cuando la tragedia finalmente se produce, la sensación de irracionalidad se incrementa. No hay signos de ningún tipo que aclaren la causa de la muerte. El cadáver no presenta herida alguna. Todos los órganos están en perfecto estado. Tampoco hay rastro alguno de veneno. ¿De qué ha muerto el dueño de la casa?

Esto, de por sí, es de sobra extraño, pero lo que distingue este whodunit de otros es que desde el principio tenemos una confesión de culpabilidad. Una confesión que la razón humana no puede admitir de ninguna manera.

Tomaré en mis manos una vida humana ―afirmó Pennik―, igual que si fuera un globo de cristal, y la haré pedazos en el suelo ante ustedes; entonces podrán entender por sí mismos. Les voy a decir quien morirá y dónde y cómo. Cuando hayan visto los huesos quebrados y el corazón detenido, entonces posiblemente comprendan lo que significan mis afirmaciones.

En efecto, nuestro mentalista ―jovial y vampírico― reconoce ser el asesino. Se jacta de ello. Lo admite con ligereza. Dice que lo hizo a distancia, con el poder de su mente. Se asegura de estar lejos de los hechos cuando sucede la muerte y, de este modo, por mucho que asegure ser el autor del crimen, tiene coartada desde el punto de vista legal. Los ordenamientos jurídicos no suelen contemplar la telepatía. No son tan imaginativos.

Así que puede vanagloriarse de su condición de asesino ―con ingenuidad, incluso― y salir perfectamente impune del trance. El crimen perfecto. Ondas psíquicas, como en un cómic de superhéroes.

Sin embargo, no estamos en el terreno de la literatura fantástica. Todo buen amante de la novela policiaca sabe que esta situación esconde una argucia. Estamos seguros de que esto no es más que una treta, un montaje sofisticado que complica el enigma hasta lo indecible. El lector experto vislumbra que se encuentra ante una nueva modalidad de asesinato imposible, que se resolverá racionalmente dejándolo con la boca abierta. Y se relame de gusto.

Para ello se inventó la figura del detective, claro está. En este caso se trata de sir Henry Merrivale, jefe del servicio secreto militar de Su Majestad, a la sazón conocido en las altas esferas por sus iniciales: H. M.

Merrivale es un curioso caso de investigador, pues, por su posición, nos encontramos ante un hombre tremendamente poderoso, que puede manejar los hilos de una multitud enorme de personas, sin que ninguno de ellos tenga la menor idea de los oscuros designios que mueven las decisiones, a primera vista caprichosas, del gruñón y malhumorado sir Henry. Sabe utilizar infinidad de recursos legales para desenmascarar falsos fantasmas.

Con Pennik no le resulta fácil. Las premoniciones se suceden en forma de amenazas y parece que nadie va a ser capaz de detener al monstruo. ¿Cómo es posible que consiga asesinar a sus víctimas a distancia? ¿Qué se esconde detrás de la superchería de la «energía psíquica»? Consciente de que la distancia no es un problema para el asesino, hasta el lector se siente amenazado e impelido e releer el título del libro. Inmediatamente se da cuenta de que ha sido advertido.

Dickson Carr reconoció como maestros a Conan Doyle y a Alexandre Dumas. Como ellos, se erigió en un consumado experto en la creación del suspense. Por momentos, las escenas son tensas y asfixiantes como camisas de fuerzas. Los personajes, a solas con su propia angustia, sienten exasperarse cada uno de los nervios de su cuerpo. El terror y el aislamiento amplifican los sonidos: el crujir de la madera, la propia respiración…

Advertencia al lector es una de las grandes obras de Dickson Carr. En ella podemos disfrutar de los ingredientes que hicieron inolvidables sus más perfectas novelas: crimen irracional, presencia de lo insólito, tensión emocional y desenlace sorprendente e inteligentísimo.

No se puede pedir más de un clásico.

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