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Borges y la narración policial (I)
La belleza incierta de la hipótesis
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en En los márgenes en 11 julio 2020 0 Comentarios 9 min lectura
El crimen ocioso y apetecido Anterior Siguiente

Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una
de las buenas costumbres que nos quedan. La muerte
y la siesta son otras. También es nuestra suerte
convalecer en un jardín o mirar la luna.

Es de sobra conocida la afición de Jorge Luis Borges por el género detectivesco. Durante las décadas de los treinta y los cuarenta, reseñó cientos de novelas policíacas en revistas como El Hogar o Sur. Junto con su amigo Adolfo Bioy Casares, seleccionó y prologó los primeros números de la colección El Séptimo Círculo[1], que encumbrarían en el ámbito argentino a autores muy importantes de la Golden Age como Michael Innes, Nicholas Blake, Anthony Gilbert o Dickson Carr. Fruto de esta misma colaboración es también una antología, Los mejores cuentos policiales, que saldría a la luz primero en 1943 y que tendría una segunda edición en 1956.

Dedicó ensayos al cuento policial, a Poe y a Chesterton. Las referencias a estos dos autores ―así como a Wilkie Collins y Conan Doyle― son abundantes a lo largo de toda su obra. Nos dejó asimismo un poema memorable en honor a Sherlock Holmes.

En cuanto a sus gustos, prefirió siempre el relato corto a la novela. Esta última, en su opinión, estaba condenada a ser imperfecta como policial.

El cuento policial puede ser meramente policial. En cambio, la novela policial debe ser también psicológica si no quiere ser ilegible. Es irrisorio que una adivinanza dure trescientas páginas. (Borges, Jorge Luis, “The Best Must Die, de Nicholas Blake” publicado en El Hogar 24/6/1938)[2].

Según Borges, y en polémica con otros estudiosos como Roger Caillois, el género lo inauguró E. A. Poe. El bostoniano no solo sentó las bases del policial ―análisis racional, enigma imposible, detective sedentario, narrador evangelista―, sino, y esto es más importante, creó un tipo de lector que perdura hasta nuestros días.

Hay un tipo de lector actual, el lector de ficciones policiales. Ese lector ha sido ‑ese lector se encuentra en todos los países del mundo y se cuenta por millones‑ engendrado por Edgar Allan Poe. Vamos a suponer que no existe ese lector, o supongamos algo quizás más interesante; que se trata de una persona muy lejana de nosotros. Puede ser un persa, un malayo, un rústico, un niño, una persona a quien le dicen que el Quijote es una novela policial; vamos a suponer que ese hipotético personaje haya leído novelas policiales y empiece a leer el Quijote. Entonces, ¿qué lee?
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo… y ya ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacias, una suspicacia especial.
Por ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha, desde luego supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego: … de cuyo nombre no quiero acordarme… , ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable. Luego … no hace mucho tiempo … posiblemente lo que suceda no será tan aterrador como el futuro. (Borges, Jorge Luis, “El cuento policial”, Borges oral)

El relato detectivesco interesa al autor argentino por ser puramente intelectual. Según su punto de vista, la resolución perfecta del enigma criminal debía ser fruto de la potencia razonadora del investigador. El recurso a las pruebas materiales ―huellas, farmacología, dactilografía― le parecía una salida fácil y de poco mérito. Y se atrevió, muy a su pesar pues era un verdadero aficionado, a criticar por eso al mismo Sherlock Holmes.

La toxicología, la balística, la diplomacia secreta, la antropometría, la cerrajería, la topografía y hasta la criminología han ultrajado la pureza del género policial. (Borges, Jorge Luis, “Death at the President’s Lodging de Michael Innes” en El Hogar, 22/1/1937)

Tampoco gustaba, en consecuencia, de la tradición policíaca realista, la novela negra de origen estadounidense, a la que anteponía la escuela inglesa, mucho más cercana a la deducción pura[3]. En “Los laberintos policiales y Chesterton” enuncia una ley del relato policial que lo aleja del noir y del hard boiled: el pudor de la muerte. Si el mérito del género detectivesco reside en su carácter intelectual, el autor debe huir de la exhibición gratuita de la muerte y el sexo. Lo importante no es la contemplación del crimen ―este es una mera excusa―, sino el laborioso procedimiento que lo desentraña.

Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypnesor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden. (Borges, Jorge Luis, “Los laberintos policiales y Chesterton”, Ficcionario)

Se ha querido relacionar el escepticismo de Borges con su gusto por el policial[4]. No nos parece un juicio errado. En efecto, el autor del Aleph ―como Pirrón, como Montaigne, como Voltaire― asumió la postura filosófica de la duda. Para los escépticos, la búsqueda metafísica de la verdad es vana. Esta no existe y, de existir, no sería accesible al ser humano. Nuestra razón fracasa invariablemente, una y otra vez. Ello no quiere decir, no obstante, que los esfuerzos sean vanos. Al contrario, cada esfuerzo explicativo tiene un valor en sí mismo. Un valor que no tiene por qué ser el valor de verdad.

Dos tendencias he descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de este volumen. Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso. Esto es, quizá, indicio de un escepticismo esencial. (Borges, Jorge Luis, “Epílogo”, Otras inquisiciones)

El detective, en el relato policial, equivale al héroe metafísico. Ambos se enfrentan a enigmas irresolubles ―la habitación cerrada, el primero; el espacio y el tiempo, el segundo― y ambos utilizan como única herramienta la razón. Para el escéptico, ambos fracasan. En el género detectivesco, como en el filosófico, lo importante, por tanto, es la variedad imaginativa de las respuestas ante el enigma. Ninguna respuesta es más válida que otra, pero algunas son más bellas.

Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis.  (Borges, Jorge Luis, “La muerte y la brújula”, Ficciones).

Así pues, todas las soluciones son insatisfactorias, pero al mismo tiempo todas son capaces de aportar una meditación acerca del misterio. Y dicho misterio ―la imposibilidad realizada― siempre es superior en belleza a su resolución.

Pensó que la solución del misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos. (Borges, Jorge Luis, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, El Aleph).

En alguna página de alguno de sus catorce volúmenes piensa De Quincey que haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución. (Borges, Jorge Luis, “It walks by night de J. Dickson Carr” en El Hogar, 4/3/1938).

Mas el escéptico desconfiado, aquel que sabe que nuestro raciocinio es una herramienta somera y fútil, no osbtante, lo admira y lo extraña. Valora su expresión más perfecta: el orden. La literatura de la modernidad, observa el maestro argentino, ha abusado hasta la náusea del desorden y el caos. El policial recupera esta virtud intrínseca en las letras clásicas. Si no otro, nos depara al menos ese consuelo.

En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial […] Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa […] que está salvando el orden en una época de desorden. (Borges, Jorge Luis, “El cuento policial”, Borges oral)

La novela policial y ello es fundamentalemente importante en nuestro tiempo (…) Porque en nuestro tiempo la literatura es muchas veces un ejercicio de la vanidad de los autores, quienes se proponen solo sorprender. A veces leemos poemas breves que no tienen unidad: nuestra época cultiva deliberadamente la incoherencia (…) Fenelon, hablando del orden, dijo que era la más rara de las operaciones del espíritu, y los autores de ficciones policiales, buenas o malas, han recordado a nuestro tiempo la belleza y la necesidad de un orden y de una regularidad en las obras literarias. (Borges, Jorge Luis – Mª Ester Vázquez, Introducción a la literatura inglesa)

Como autor de ficción, Borges se prodigó poco en un género que, como hemos visto, fue de su predilección y ejerció una notable influencia en su formación estética e intelectual.

El número de aquellos de sus relatos que tratan sobre muertes violentas es curiosamente elevado[5]. Mucho mayor del que podría esperarse de un hombre de natural tan pacífico. Sin embargo, y aunque en todos se desarrolle una búsqueda de uno u otro modo, la mayoría de ellos no son de aliento policial. Trataremos en un siguiente artículo de los que, según el juicio general y según el criterio del propio autor, sí que podrían adscribirse al género: “El jardín de los senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula”, “La espera” y “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”.

Asimismo, dejamos para un tercer artículo los cuentos policiales que, en colaboración con Bioy Casares, escribió bajo el seudónimo de H. Bustos Domeq. A ellos debemos la gozosa invención del detective Isidro Parodi.


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