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El crimen ocioso y apetecido
 Apuntes sobre el policial británico clásico
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Ensayos y Monografías en 11 julio 2020 2 Comentarios 21 min lectura
El caso de los bombones envenenados Anterior Borges y la narración policial (I) Siguiente

Empezamos a darnos cuenta de que la composición de un buen asesinato exige algo más que un par de idiotas que matan o mueren, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro. El diseño, señores, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento se consideran hoy indispensables en intentos de esta naturaleza.
Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes.

Thomas de Quincey, Del asesinato considerado como una de las bellas artes

La reciente publicación por parte de algunas editoriales españolas de grandes autores de la Golden Age ―Michael Innes (Siruela), S.S. Van Dine (Reino de Cordelia), Richard Hull (Alba), Edmund Crispin (Impedimenta) o Josephine Tey (Hoja de Lata)― es una excelente ocasión para revisar los trazos clásicos de la novela detectivesca anglosajona, que vivió una verdadera edad de oro en la primera mitad del siglo XX y que hoy parece algo olvidada. Sirvan estas líneas de reivindicación de una época y un estilo tanto como de recreación de algunos de sus hitos fundamentales.

Existen dos vertientes fundamentales dentro de lo que se conoce por novela policiaca: por un lado, tenemos la tradición británica, lo que se ha dado en llamar novela enigma, novela problema o detectivesca; por otro, y de raigambre estadounidense, encontramos la novela negra, mucho más violenta y suburbial, y que ha gozado siempre un enorme éxito sobre todo a partir de sus inolvidables adaptaciones cinematográficas. Ambos estilos se han contrapuesto muchas veces. Este artículo quiere contribuir a aclarar algunas de las características fundamentales de la tradición británica que la distinguen de la americana. No ocultaremos cierta preferencia por la primera, aunque solo sea por el encanto algo arbitrario que produce siempre paladear lo claramente démodé.

Y es que, en efecto, parece que la novela enigma perdió definitivamente la batalla frente al género negro. Nombres como Raymond Chandler, Patricia Highsmith o Jim Thompson son conocidos por cualquier aficionado al género policial y reeditados continuamente en todos los formatos; mientras tanto, la mayor parte del público —incluso muchos de los que se jactan de ser entendidos en el género— apenas ha oído hablar de Dorothy L. Sayers, John Dickson Carr, Michael Innes, Anthony Berkeley o Nicholas Blake, y para encontrar alguna de sus novelas —aun las más reconocidas y aclamadas como Los nueve sastres, La torre y la muerte o La bestia debe morir— uno tiene que optar a menudo por la compra de segunda mano. Solo Agatha Christie resiste al olvido generalizado, pero tiene que soportar, en muchas ocasiones, el trato condescendiente de quienes no pasan de considerar sus novelas un entretenimiento de mujeres de mediana edad «de escaso valor literario».

Pero no siempre fue así. Durante los primeros cincuenta años del pasado siglo, una generación de escritores nacidos entre 1890 y 1910 —la mayoría británicos, pero con excepciones ilustres de americanos anglófilos como S.S. Van Dine y Dickson Carr— copaba las listas de los libros más vendidos con novelas detectivescas que planteaban misterios irresolubles y competían entre ellas por darles la solución más ingeniosa. Durante esta edad de oro, renombrados eruditos de Oxford y Cambridge como Dorothy L. Sayers (una de las primeras mujeres tituladas en Oxford, que vertió al inglés La Divina Comedia y la Chanson de Roland), Michael Innes (quien publicó ensayos sobre Joyce, Conrad o Shakespeare) o  Nicholas Blake (seudónimo de Cecil Day-Lewis —sí, el padre de Daniel Day-Lewis, el actor—, poeta afamado que también dio clases en Oxford de poesía) ocupaban sus ratos de ocio en pergeñar intrincadas tramas policiales con resultados profundamente asombrosos. Libres de prejuicios, intelectuales y críticos de renombre como T.S. Elliot, W. H. Auden, Umberto Eco o Borges se rendían a los encantos de estas novelas e incluso componían brillantes ensayos analizándolas.

Procederemos, pues, a esbozar los rasgos principales del género detectivesco contrastándolos con los su cínico y sangriento pariente de origen americano.

  1. Investigación de un misterio

En la novela enigma, lo fundamental es la investigación de un crimen, no el crimen en sí, que queda en un segundo término. El relato parte de un misterio, de la ruptura del orden cósmico y social que supone un asesinato, y ocupa la mayor parte de la trama en desentrañarlo. El criminal se oculta y construye un relato falso de los hechos que el detective debe desmontar para concedernos a su vez otra narración de los acontecimientos, que será definitiva y verdadera. En palabras de W. H. Auden:

El asesinato es una creación negativa, y por eso todo asesino es un rebelde que reclama el derecho de ser omnipotente. Su pathos es su negación a sufrir. El problema del escritor es ocultar ese orgullo demoníaco a los otros personajes y al lector, ya que, si una persona tiene semejante orgullo, este tiende a aparecer en todo lo que diga o haga. Sorprender al lector al revelar la identidad del asesino, y al mismo tiempo convencerlo de que todo lo que se ha dicho previamente sobre el asesino es coherente con su identidad de asesino, es la prueba para una buena novela policial. (W. H. Auden, “La vicaría de la culpa”, en La mano del teñidor)

Las pesquisas del investigador pasan, así, a primer plano. El crimen puede llegar a estar tan ausente que ni siquiera suceda en el mismo marco temporal que habita el detective. Así ocurre, por ejemplo, en La hija del tiempo de Josephine Grey —considerada la mejor novela de misterio de todos los tiempos en 1990 por la Crime Writer’s Association— en la que el detective, desde la cama de un hospital, resuelve un misterio acaecido quinientos años antes. El resultado es sorprendente.

En ocasiones el misterio es lo fundamental —nos sumerge en el terreno de lo siniestro, lo fantástico y lo absurdo— y su resolución puede llegar a ser decepcionante. Thomas De Quincey afirmó que «haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución». Del mismo modo discurre Borges en su relato Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto:

Dunraven, versado en obras policiales, pensó que la solución al misterio siempre es inferior al misterio. El misterio participa de lo sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de manos.

Pero no importa. El placer del espectador ya ha tenido lugar a lo largo de la historia: el lector, cómplice como nunca del autor, ha presenciado con delectación el caos macabro y sugerente que implica un asesinato, y ha acompañado al investigador en su camino, aventurando hipótesis con él y descartándolas asimismo, hasta llegar al esclarecimiento final.

La irrupción de la novela negra americana invirtió radicalmente los términos. El enigma pasa a un segundo lugar o sencillamente desaparece. El crimen, o la sucesión de crímenes, deviene el elemento fundamental de la trama. Se pone el énfasis, sobre todo, en la descripción, a menudo pormenorizada, de  la violencia; y cuanto más brutal, mejor. Sí que existe un elemento de suspense y de inquietud en el lector, pues no sabemos cómo va a finalizar la historia y qué suerte les espera a los protagonistas, pero no hay un verdadero misterio o problema lógico. Piénsese en novelas como No hay orquídeas para Miss Blandish de James Hadley Chase o 1280 Almas de Jim Thompson, o en películas como Pulp Fiction, donde la violencia se convierte en espectáculo y en fuente de fruición estética, pero en las que no cabe duda acerca de la identidad de los autores de las incontables atrocidades que se relatan.

  • Intelectualismo frente a realismo

J. L. Borges dibujó este rasgo con claridad: la novela problema es fundamentalmente una literatura intelectual que debe prescindir de cualquier pretensión de realismo. El relato detectivesco surge así, además, en oposición al modernismo anglosajón y a la vanguardia. Donde las letras de principios de siglo tienden al caos y al desorden como modus essendi, la novela enigma propone una salvación del orden por la vía de la lógica. En su versión más pura —y, por otro lado, inexistente y probablemente tediosa— se limitaría únicamente a su condición problemática.

A falta de otras gracias que lo asistan, el cuento policial puede ser puramente policial. Puede prescindir de aventuras, de paisajes, de diálogos y hasta de caracteres; puede limitarse a un problema y a la iluminación de un problema. (Borges, Jorge Luis, «Not to Be Taken de Anthony Berkeley» en El Hogar 13/8/1938)

En opinión del escritor argentino, esta condición ya existía en Poe, germen del género, y se perfecciona en algunos de sus continuadores, especialmente en Chesterton.

Todo eso ya está en ese primer relato policial que escribió Poe, sin saber que inauguraba un género, llamado The Murders in the Rue Morgue (Los crímenes de la calle Morgue). Poe no quería que el género policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico si ustedes quieren, pero un género fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de ambas cosas desde luego, pero sobre todo de la inteligencia.

Tenemos, pues al relato policial como un género intelectual. Como un género basado en algo totalmente ficticio; el hecho es que un crimen es descubierto por un razonador abstracto y no por delaciones o por descuidos de los criminales. Poe sabía que lo que él estaba haciendo no era realista, por eso sitúa la escena en París; y el razonador era un aristócrata, no la policía; por eso pone en ridículo a la policía. Es decir, Poe había creado un genio de lo intelectual.

¿Qué podríamos decir como apología del género policial? Hay una que es muy evidente y cierta: nuestra literatura tiende a lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, los argumentos, todo es muy vago. En esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin. Estos los han escrito escritores subalternos, algunos los han escrito escritores excelentes: Dickens, Stevenson y, sobre todo, Wilkie Collins. Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio.

La novela negra americana, por el contrario, es fundamentalmente realista. Con mayor o menor honestidad, revela un intento de reflejar la corrupción de una sociedad violenta y en muchos casos su denuncia. El entramado lógico, como hemos visto, desaparece y, en consecuencia, cambia de signo la literatura.

Actualmente, el género policial ha decaído mucho en Estados Unidos. El género policial es realista, de violencia, un género de violencias sexuales también. En todo caso, ha desaparecido. Se ha olvidado el origen intelectual del relato policial. Este se ha mantenido en Inglaterra, donde todavía se escriben novelas muy tranquilas, donde el relato transcurre en una aldea inglesa; allí todo es intelectual, todo es tranquilo, no hay violencia, no hay mayor efusión de sangre.

Jorge Luis Borges, «El cuento policial» en Otras inquisiciones

Sin embargo, las palabras de Borges suponen la descripción de la vertiente más acendrada del relato detectivesco. Es innegable que algunos de los grandes genios del género plasmaron —de forma secundaria, pero plenamente consciente— el mundo en que vivían. Si bien este propósito es vicario del de plantear un misterio, no por ello resta valor a las obras.

Michael Innes, por ejemplo, realiza un ingenioso y sutil fresco de diferentes facetas de la sociedad británica de su época. El mundo aristocrático londinense, ocioso y con pretensiones artísticas, se ve magníficamente reflejado en Hamlet, venganza; del mismo modo, La torre y la muerte pinta el medio rural escocés y Muerte en la rectoría supone una inteligentísima parodia de la vida universitaria inglesa de los colleges, todo ello imbricado en alambicadas e impecables tramas policiacas.

En el Misterio de Bellona’s Club, Dorothy L. Sayers, por su parte, creó uno de los más perfectos ejemplos del tema que nos ocupa. Su detective aficionado, el culto e ingenioso Peter Wimsey, resuelve el misterio de una muerte en apariencia natural. Al mismo tiempo, a través de sus páginas nos asomamos al mundo desolado de una Inglaterra que intenta recuperarse de la Gran Guerra en la figura de unos veteranos devastados y perdidos. Junto con Los nueve sastres, supone una de las cimas de la producción de su autora y una de las obras maestras del género.

  • Libertad frente a necesidad

El tercer y último rasgo distintivo que queremos destacar se lo debemos a Fernando Savater, aunque ya lo había apuntado Auden. Es de corte ético y moral: mientras en el relato detectivesco se salva la libertad individual que implica la decisión de matar, la novela negra muestra un mundo en el que impera el determinismo, tanto social como biológico.

En efecto, uno de los principales méritos y atractivos de la novela enigma estriba en que consigue trazar una situación en que todos los personajes han tenido motivos y oportunidad para cometer el asesinato, pero solo uno, libre y racionalmente, ha decidido ejecutarlo.

La novela detectivesca parte de una perplejidad para llegar a una culpabilidad (…) Se da en primer lugar una grave quiebra del ordenamiento normal de la convivencia y después se busca al responsable de ese desgarrón en el tejido que nos mantiene unidos. Tal tejido no es transparente y limpio, está hecho de intereses, de codicia, de mentira, de celos, de soledad. Nunca parece haber sido de otra manera y dudo mucho que alguna vez llegue a ser diferente en lo esencial. El mundo quizá pueda enmendarse políticamente, pero el aprendizaje y la decisión moral tendrán que ser reinventados por cada hombre hasta el fin de los tiempos tal como si del primer día de la historia se tratase. Hay regímenes políticos preferibles a otros, pero ninguno que vaya a dispensar al individuo de elegir entre lo malo o lo bueno, entre la virtud o el crimen. No siempre es posible ni digno culpar a la estructura social o al devenir histórico de cada una de las concretas fechorías que ocurren. Para conservar la independencia y libertad del individuo, es decir, su dignidad humana, es preciso reconocerle la capacidad de cometer lo inexcusable, lo injustificable. El comprensible deseo de señalar que la raíz de muchos desórdenes individuales arraiga en un más vasto desorden e injusticia social (o también en las alteraciones determinadas en nuestro psiquismo e inconsciente por los traumas infantiles) puede desembocar en el anulamiento de la posibilidad humana de elección entre lo que debe y no debe ser hecho (…)
Quien con el propósito de liberar al hombre algún día de las coacciones sociales carga a estas con toda la responsabilidad y absuelve al individuo del bien y del mal, obra de modo más esclavizador que el peor tirano. El detective comienza su investigación y por de pronto descubre la más terrible y trascendente verdad: que todo hombre tiene buenos motivos para matar a algún semejante. Pero lo cierto es que unos matan y otros no (…)
La muerte del prójimo, esa expeditiva solución a la que hemos socialmente renunciado para formar la comunidad, nos reclama todavía desde cualquier provocación o cualquier capricho. En muchas ocasiones no hay nada que parezca más conveniente ni mejor documentado. Pero es la voluntad la que debe dar el sí. Por eso hace falta un culpable. La novela es tanto mejor cuantos más personajes están en condición y disposición de matar. Todos parecen equidistar del crimen, pero hay una voluntad que se decide y da el gran salto: más allá de los móviles y las circunstancias favorables, que a nadie faltan pero que tampoco a nadie inexorablemente obligan, alguien quiere matar, se atreve a lo injustificable. El detective sabe también que esa voluntad que ha actuado deja un rastro, la huella de lo efectivamente cumplido. Lo que en la voluntad, es decir, en la conciencia moral, es injustificable, en el mundo de los hechos y en el reino de las leyes es irreparable. La investigación intenta juntar ambos, la decisión y el gesto que la cumple, en un solo agente libre, identificado frente a la muerte.

(Fernando Savater, «Ensayo de Poe-ética: novela detectivesca y conciencia moral», en Misterio, emoción y riesgo, Barcelona 2008, Ed. Ariel)

Todos somos potenciales asesinos. Los novelistas sin duda entrevieron esta perturbadora circunstancia, vital para la posibilidad de su intriga, y lo testimonian en sus obras. Así, Poirot afirmará en Poirot en Egipto: «Cualquiera puede convertirse en un criminal en un momento dado»; del mismo modo, encontramos en El caso del canario asesinado de Van Dine: «Todos llevamos un asesino dentro. La persona que nunca ha sentido deseos irreprimibles de matar a alguien no tiene emociones. ¿Y crees que es la ética o la teología lo que aparta al individuo del homicidio? ¡No querido! Es la falta de valor, el miedo a que lo descubran o le persigan o que el remordimiento lo atormente».

Como bien vio W. H. Auden, lo curioso del caso es que este planteamiento obliga al escritor a construir un personaje —la víctima— que a la vez sea lo suficientemente despreciable para que todo el mundo lo quiera matar, y que no por ello pierda sus derechos y su condición humana, para que suscite en el lector algo de la indignación ante el delito que provoca la empatía.

Los maestros del género han conseguido dibujar víctimas verdaderamente dignas de su destino. El ejemplo más evidente de ello sería el monstruoso criminal que es ejecutado en Asesinato en el Orient Express. Mucho más sutiles y perfectas son las pinturas de caracteres del monomaníaco y mezquino Guthrie de La torre y la muerte de M. Innes, y el despreciable, cobarde y brutal George Rattery que encuentra la muerte en La bestia debe morir de Nicholas Blake. Ambas novelas son obras maestras que no debe perderse cualquier persona que quiera introducirse en la ficción policial clásica.

Así pues, el crimen literario de esta escuela cifra su elegancia no solo en que es elegido libremente como un capricho, sino también en que es un deseo que comparten los personajes y, en alguna medida, el escritor y el lector verdaderamente apasionado por el juego.

Como hemos apuntado, la novela negra, por el contrario, es fundamentalmente determinista. En un mundo violento, la única opción que le queda al personaje es jugar con las reglas del juego que se le han impuesto (determinismo social). Es decir, ser más violento si cabe. Si mi padre nos pegaba a mi madre y a mí; mi madre era una fanática religiosa que golpeaba a mi hermanita; habito una ciudad que es un pozo de depravación en manos de policías corruptos y torvos mafiosos, donde robar, violar, torturar y asesinar están a la orden del día, ¿qué respuesta se puede esperar por mi parte? Nadie es inocente y, por ello, nadie es culpable. En esta evolución novelesca hace su aparición el crimen organizado —prácticamente prohibido en la novela enigma— y la figura siempre previsible del psicópata. Obras maestras del género negro retratan magníficamente estos personajes arquetípicos. Piénsese en el protagonista de Corpus delicti, de Andreu Martín, o en el sheriff perturbado de 1280 almas. Este, de hecho, llega a hacer explícita esta concepción del ser humano como marioneta de las circunstancias:

¿Tú crees? ¿No tenemos todos algo de inanimados, George? ¿Somos de verdad libres? Nos controlan por todas partes: nuestra estructura física, nuestra estructura mental, nuestro pasado. Nos moldean a todos por igual, nos determinan para desempeñar determinado papel en la vida y, George, lo mejor es hacerlo, llenar el agujero o como mierda quieras llamarlo, porque, sino, se derrumbará el cielo y se nos caerá encima. Lo mejor es hacer lo que hacemos o nos lo harán a nosotros. (Jim Thompson, 1280 almas)

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Así pues, tres son las diferencias que hemos querido poner en relieve entre la novela enigma y la novela negra: si en la primera se pone de relieve la investigación, en la otra se destaca el crimen; si la tradición británica crea un género fundamentalmente intelectual, la novela negra americana es sobre todo realista; y, por último, los personajes del relato problema ejercen su libertad y por lo tanto son responsables, mientras que la vertiente realista del policial nos ofrece personajes que carecen de arbitrio para elegir sus actos pues se ven empujados por la sociedad o por sus traumas psicológicos.

No entraremos en decidir qué género es preferible. De hecho, parece evidente que no hay necesidad de elección, que se puede disfrutar de ambos. Lo que sí nos gustaría reivindicar es que, si bien la novela negra ha dado grandes nombres a la literatura universal como Dashiell Hammet o Patricia Highsmith, también la detectivesca ha proporcionado genios de la talla de Dorothy L. Sayers o Nicholas Blake. Ambas corrientes pueden resultar tan magistrales como estereotipadas. No hay por qué despreciar ninguna.

Al lector corresponde decidir qué vertiente se ajusta más a su sensibilidad o a sus eventuales apetencias. Solo esperamos que las editoriales continúen rescatando al menos los títulos esenciales de la novela enigma. Si los encuentran, no duden en adentrarse en los intrincados y deliciosos vericuetos de sus obras maestras.


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