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La cabeza del viajero
Nicholas Blake
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Reseñas en 11 julio 2020 0 Comentarios 5 min lectura
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A decir verdad, los etnólogos disciernen dos rituales distintos según se trate de parientes o de enemigos, pero la veneración del símbolo cabeza es la misma en ambos casos, sea entre los que guardan piadosamente los huesos craneales de sus allegados en un cesto o entre los que practican la conservación de las cabezas cortadas del adversario.

G. Durand, Las estructuras antropológicas del imaginario

Robert Seaton es un afamado poeta modernista. Como buen poeta, se ve aquejado del mal del que adolecen los de su estirpe: la melancolía. Vive en una casa abarrotada por las rosas y no ha escrito un verso en diez años.
En torno a esa figura gira La cabeza del viajero, una de las obras maestras de Nicholas Blake, quizá su novela más personal y desesperanzada.

Un cuerpo decapitado aparece flotando en el Támesis, cerca de Plash Meadow, la casa del escritor. La idea de una cabeza separada de su tronco aparece una y otra vez en la novela como la imagen recurrente de una pesadilla. Lo lírico y lo grotesco se mezclan. Los motivos inquietantes menudean junto a la placidez de las rosas: un busto de mármol extrañamente siniestro; una talla de mármol con la cabeza de un sátiro deforme; un siervo enano, mudo y retrasado, de mente retorcida.

No tardamos en darnos cuenta de que el otro personaje importante es precisamente la casa, cuyo nombre, Plash Meadow, algo así como «prado cenagoso», nos sugiere el ambiente tenso y enfermizo que se vive en ella. Hay algo perverso en esa finca, una influencia ominosa y sucia. Plash Meadow cobra vida y el detective la interpela, se esfuerza por extraer de ella los secretos más oscuros:

Nigel se levantó deliberada y groseramente, y colocó la silla de espaldas a la casa. La había visto en junio pasado, envuelta en su sueño de rosas. La había visto la semana anterior, sonrojada, un poco desaliñada, pero con vida, más de este mundo, como si recién se hubiese despertado. Y Plash Meadow esta tarde había vuelto a cambiar para él. La sentía más cerca. Lo atraía ahora en su fantasía, ya no por su belleza, sino por su fragilidad; los rasgos delicados, el aspecto desdeñoso se habían transformado en una expresión de gran desamparo. ¿O sería algo peor? ¿Sería temor? ¿Pánico? ¿Culpa?

El detective que dirige la investigación es el tercer pilar sobre el que se asienta la narración: Nigel Strangeways. Es de la estirpe de los investigadores cultos y refinados, como Philo Vance y Peter Wemsey. De su interacción con Robert Seaton extraemos pasajes memorables donde los versos de Yeats, George Meredith o Virgilio conviven con reflexiones estéticas:

—La Bella Durmiente. Sí —dijo Robert contemplativo—. Y las malezas espinosas. Sí. Pero ¿ha pensado usted lo que realmente la retuvo allí? No fueron las espinas, sino las rosas. Era la prisionera de su propia belleza, de la determinación de sus padres de que fuera invulnerable y jamás le permitieron que siguiera su destino. Usted recuerde que la Reina quitó todos los husos de hilar. Sí, todo fue culpa de la Reina. Yo no creo en aquella bruja. La pobre niña nada tenía que hacer, sino vagar y admirar su propio reflejo en las rosas. Y luego se quedó dormida de puro aburrimiento. No creo en que se pinchara el dedo con el huso. Y lo que es más —añadió confidencialmente—, no creo en aquel príncipe. Jamás podría haber pasado a través de las espinas. Elegiría una Bestia para hacerlo. «Alguna bestia salvaje».

Pero el tono nunca es forzado ni pedante. Strangeways analiza la psicología de los implicados. Podríamos decir que los lee como se lee un libro o un poema. Al principio de la novela enuncia la «teoría de la pasión dominante»:

El momento de la explosión (el crimen) dependerá de si el asesinato que se había planeado en la imaginación concuerda con la propia personalidad. Si se planea un asesinato por un motivo equivocado, es decir, por un motivo no relacionado con el elemento más marcado de la personalidad de uno, con su pasión dominante, el plan jamás estará a punto.

Sin embargo, como apuntábamos, lo más interesante en el método de Strangeways es su uso policial de la crítica literaria. El detective literato no lo es como un mero adorno. Estudia los testimonios como lo que realmente son: textos, meras narraciones a las que el ojo adiestrado del erudito dedica una exégesis fina e indiscutible. Lo mismo sucede en la otra cumbre de la novelística de Blake, La bestia debe morir. Su sensibilidad literaria es su herramienta como investigador. En esos momentos podemos disfrutar del placer de la mejor tradición de metaliteratura.

Y, por encima de todo esto, la figura del poeta, Robert Seaton.

Como es sabido, Nicholas Blake es el seudónimo con el que firmaba el renombrado poeta Cecil Day Lewis. Es dificil saber si Robert Seaton ―debil, desalentado y trágico― fue modelado siguiendo el patrón de un compañero de letras. ¿Es Auden? ¿Eliot, quizá? Se especuló al respecto en su época, cuando esta obra obtuvo alguna notoriedad.  

Todos nos construimos aventurando distintas versiones de nosotros mismos. Quizá Robert Seaton fue solo el modo en que el autor trazó una posiblidad de concebirse. Una de tantas.

La cabeza del viajero deja en el lector, en cualquier caso, la extraña tristeza de haber contemplado algo muy bello.


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