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Asesinato en el laberinto
J. J. Connington
Por Calabuig y Navarro Publicado en Reseñas en 28 agosto 2020 0 Comentarios 5 min lectura
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El laberinto, con sus sinuosidades y caminos equívocos, en los que nadie encuentra la salida, sólo puede ser una imagen del reino mismo de los muertos.

K. Kereny, En el laberinto

Asesinato en el laberinto es la más conocida de las diecisiete novelas policiales de Alfred Walter Stewart (1880-1947). Este profesor de Química e investigador, que publicaba sus obras de ficción bajo el seudónimo J. J. Connington, fue uno de los más renombrados integrantes de la golden age del género detectivesco británico. Esta es su obra más conocida. La editorial Siruela la ha recuperado para el lector español en su Biblioteca de clásicos policíacos, lo cual es una gran noticia.

La acción de la novela transcurre en torno a una amplia casa de campo situada en las fértiles tierras de Whistlefield, al oeste de Escocia. Rodeada de praderas, lagos y vegetación, la residencia tiene una característica distintiva que la hace muy especial: un enorme laberinto vegetal que se yergue firme y tupido a unos metros de la entrada.

Roger Shandon, el dueño de la mansión, es un hombre de negocios de oscuro pasado, que se oculta tras una impoluta fachada de respetabilidad. No obstante, los que lo rodean albergan sospechas acerca del origen ilegítimo de su fortuna. El acaudalado propietario acoge bajo su techo a sus dos sobrinos huérfanos, Sylvia y Arthur Hawkhurst, y a su hermano menor, Ernest Shandon, un joven indolente que no muestra interés por nada, salvo por aquello que afecte de forma directa a su propio bienestar. Por supuesto, para completar el elenco no podía faltar el tradicional mayordomo, atento y eficaz, que aquí desempeña las funciones de secretario.

El hermano gemelo de Roger, Nelville Shandon, un prestigioso abogado, sereno y seguro de sí mismo, vive en Londres y visita a menudo la mansión. La historia comienza con una conversación entre los tres hermanos que expone, con unas pocas y diestras pinceladas, el carácter de cada uno de ellos. En ella se revela que Nelville tiene en su poder la clave para la solución de un intrincado asunto criminal, lo que podría hacerlo objeto del odio de más de una persona muy peligrosa.

Todos ellos disfrutan de una vida apacible y alegre hasta que la muerte hace acto de presencia por partida doble.

En el segundo capítulo, dos jóvenes amigos de los sobrinos, invitados a pasar unos días en la mansión, vivirán su particular aventura dentro del laberinto de los Shandon. Tras oír gritos, descubren los cadáveres del dueño de la casa y de su hermano gemelo. En unas pocas páginas, el autor transmite con extraordinaria nitidez y realismo el sentimiento paralizante de terror que los embarga ante la certeza de la muerte inminente. La fuerza de las imágenes, la contención de las emociones y el ritmo temperado de la acción sobrecogen al lector en este trepidante inicio, que conforma un magnífico contraste con la investigación posterior, intelectual e irónica.

A continuación, el lector conocerá al jefe de policía Sir Clinton Driffield, que será presentado al modo tradicional, con los atributos por excelencia del detective británico: elegancia e ingenio. Driffield, en cualquier caso, tiene una particularidad: percibe el mal. Lo deduce. Puede distinguirlo con nitidez y vive atormentado por ello. Se previene como puede contra algo terrible, pero es incapaz de detenerlo hasta el final. El laberinto es la escena del crimen y el escondrijo de la bestia. Es su palacio y es su celda. El suspense se alterna con la deducción lógica.

Asesinato en el laberinto resucita un terror ancestral. El miedo a quedar atrapado en el laberinto, a solas con el minotauro; en el bosque encantado, que oculta al ogro o a la bruja; en el mundo de los muertos, adonde son llevadas las doncellas.

El personaje mitológico ―mitad hombre, mitad toro―, concebido como un castigo divino contra el rey Minos, sirve de advertencia frente a la desobediencia y la arrogancia de los hombres. El engendro fue desterrado de la humanidad por su brutalidad y condenado a vivir en el interior de un dédalo oscuro. Puesto que tampoco era por completo un animal, el monstruo mitigaba su dolor y saciaba su hambre de venganza devorando a los jóvenes inocentes que se le ofrecían cada año como sacrificio. Su parte humana y consciente era presa del resentimiento; su parte animal le pedía sangre.

Un horror análogo asola Whistlefield. Cómo ha sido posible el crimen, quién tuvo la oportunidad y por qué motivo lo hizo son las incógnitas que se irán desvelando a través de las páginas de este clásico mediante un lenguaje claro, directo y rico, pero desprovisto de artificio. El autor prefiere ahondar en los gestos y en la psicología de los personajes antes que embellecer el texto con excesivas descripciones o sentimentalismos. Evita lo superfluo y coloca todas las pistas ante los ojos del lector, que titubea y se desliza de un personaje a otro hasta la resolución del enigma:

¿Quién es aquí el minotauro?


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