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El tribunal de fuego
John Dickson Carr
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Reseñas en 4 septiembre 2020 0 Comentarios 4 min lectura
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Saint-Croix le enseñó la astucia florentina, con su boca risueña y su implacable veneno.

Crímenes célebres. Alexandre Dumas

En 1937 John Dickson Carr pergeñó una de las tramas más sorprendentes y evocadoras de la historia del policial clásico: El tribunal de fuego (The Burning Court, también publicada bajo el nombre de La cámara ardiente). Su prestigio trasciende el ámbito de los aficionados al género. También debieran rendirle homenaje los amantes del goticismo y de la paradoja. La novela tiene la virtud de pasar por encima de todos los límites canónicos y es de una ejecución técnica absolutamente impecable.

Una situación cotidiana. Un hombre normal. La irrupción de lo insólito adquiere tintes de pesadilla desde las primeras páginas. El lector compartirá el desasosiego, los presentimientos y las dudas del protagonista, Ted Stevens, prototipo del hombre atormentado, del pelele arrastrado por el vaivén tortuoso de los acontecimientos.

Durante un plácido viaje en tren, Mr. Stevens descubre un desconcertante parecido entre el retrato de una asesina ejecutada doscientos años atrás y su propia esposa. Al llegar a su casa, se entera de que su vecino ha muerto en extrañas circunstancias. La noche del deceso alguien vio a una mujer desaparecer a través de una pared sin puertas ni ventanas. Paulatinamente, una atmósfera grotesca y fantasmagórica envuelve a los implicados en un delirio terrorífico.

Durante el grueso de la novela, acompañan al protagonista un grupo de hombres comunes tratando de utilizar inútilmente una lógica ordinaria para desmadejar el misterio. Por encima de todos ellos planean dos personajes ausentes: un escritor fáustico e indescifrable llamado Gaudan Cross y Marie D’Aubrey, la bella esposa de Stevens. Su sombra permanece en la cabeza del lector mucho después de concluida la última página de la obra.

Se suele considerar que la literatura detectivesca nace en 1841 con The murders in the Rue Morgue, un celebérrimo relato de Edgar Allan Poe, el padre fundador de toda trama criminal. En este, el genio de Boston sienta las bases del conocido «misterio de la habitación cerrada» o «asesinato imposible»: se ha cometido un crimen en un espacio donde nadie ha podido entrar y del que nadie ha podido salir. Los grandes autores ―Gaston Leroux, S. S. Van Dine o Ellery Queen, por ejemplo― recogieron el guante de su desafío tratando de formular el enigma más intrincado y la resolución más inteligente dentro de dicho esquema argumental. Como es sabido, ninguno con tal denuedo como J. Dickson Carr, quien pasó más de veinte años llevando hasta el extremo las posibilidades del género. En El tribunal de fuego el juego del crimen imposible se da por duplicado: en la habitación donde se ejecuta el asesinato y en la cripta donde descansa la víctima.

La sutileza y la inteligencia del desenlace son memorables. Ni la tosquedad de lo gótico ni la previsibilidad de lo detectivesco satisficieron al autor, que optó por la ambigüedad. Se suele asegurar que esta novela tiene dos resoluciones finales: una, empírica y detectivesca; la otra, espectral y romántica. Dejo al arbitrio del lector decidir cuál de ellas goza de mayor vigor poético, cuestión difícil de dirimir.

Julian Symmons incluyó The Burning Court dentro de la categoría ―heredera de Poe y Chesterton― del policial macabro. Por sus páginas vemos perfilar los contornos del horror sobrenatural: aparecidos, brujas, envenenadoras del pasado, ladrones de cadáveres. La indudable virtud de la obra estriba en que nos evita padecer el habitual cierre decepcionante: ninguna explicación racional logra borrar del todo los trazos de lo fantástico. Nos deja el regusto ―por lo demás, placentero― de que en sus líneas hemos entrevisto una depravación inusual en este tipo de novelas.


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