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La hija del tiempo
Josephine Tey
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Reseñas en 7 octubre 2020 0 Comentarios 11 min lectura
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Hija del tiempo, que en siglo de oro/ viviste hermosa y cándida en la tierra,/ de donde la mentira te destierra/ en esta fiera edad de hierro y lloro.

Lope de Vega, soneto 159

En 1951 vio la luz La hija del tiempo (The Daughter of time), casi la última de las creaciones policíacas de Josephine Tey. Sin duda la que mayor reconocimiento ha obtenido [1]. La fama que le ha deparado la posteridad, en cualquier caso, está completamente justificada. La editorial Hoja de Lata, en su empeño por recuperar las novelas de la autora, acaba de publicar una nueva traducción al castellano de este clásico. Es, sin duda, una gran noticia para los que frecuentamos el género y para cualquier lector que disfrute de la buena literatura.

La hija del tiempo es una obra excepcional por varios motivos. En primer lugar, porque es una novela que nace del aburrimiento. De un doble aburrimiento, en realidad. Veamos cómo empieza:

El inspector Alan Grant, postrado en un hospital con una pierna rota, se aburre sin consuelo.

Se ha aseverado muchas veces que con Grant la autora escocesa había pergeñado al primer detective mortal, de carne y hueso. Como tal, el sufrido inspector es víctima del mismo tedio que sufriría cualquiera en condiciones similares. También sufre por la humillación. Por la de haberse caído por una trampilla y por la desenvoltura con la que es tratado por las enfermeras.

Sin embargo, no es difícil intuir que este aburrimiento que, como hemos dicho, es el germen de la novela, es doble. En las meditaciones de Grant se deja entrever una segunda causa de hastío, que esta vez comparten el personaje y su autora: el cansancio por un género literario, la ficción detectivesca, que en los años cincuenta ya da muestras de hallarse prácticamente agotado en sus esquemas tradicionales.

Incluso en esos casos sabías qué ocurriría en la página siguiente. ¿Acaso ya nadie era capaz de variar de registro de cuando en cuando? ¿Es que todos se aferraban a la misma fórmula? Los escritores se limitaban a seguir una pauta, de manera que los lectores ya sabían lo que iba a suceder. Hablaban de «un nuevo Silas Weekley» o de «una nueva Lavinia Fitch» exactamente igual que hablaban de «un nuevo ladrillo» o «un nuevo cepillo de pelo». Jamás decían «un nuevo libro de» quien fuese. No les interesaba la obra, sino la novedad. Tenían bastante claro cómo sería.

Así pues, el personaje vence su marasmo buscando un entretenimiento con el que pasar su convalecencia; la escritora, escribiendo una novela radicalmente innovadora. Ambos triunfan en sus propósitos.

El estilo de Tey, de cualquier manera, ya era original dentro del whodunit británico. No solo su detective era lo más parecido a una persona real, que se equivoca y se asusta en varias ocasiones a lo largo de su brillante trayectoria. Además, en sus novelas encontramos una voluntad por retratar con sutileza los detalles de la vida de la gente corriente, muy lejos del aristocratismo o el ambiente académico e intelectual en que solían envolver sus misterios autores como Van Dine, Innes o Crispin. La poesía de lo cotidiano ―lo que Ortega había llamado «los primores de lo vulgar»― se aplica con acierto al género policial:

Se abrió la puerta y en el umbral apareció el familiar rostro de la señora Tinker, coronado por su todavía más familiar e histórico sombrero. La señora Tinker lucía el mismo tocado desde que empezó a trabajar en casa de Grant, y era incapaz de imaginársela con ningún otro. Sabía que tenía otro, porque combinaba con algo que ella denominaba el «conjuntito azul». Ese «conjuntito azul» se lo ponía únicamente en determinadas ocasiones. Se lo ponía con conciencia ritual y le servía de baremo con el que medir el acontecimiento («¿Se divirtió, señora Tinker? ¿Cómo fue» «No merecía la pena que me pusiera el conjuntito azul») (…) Los sucesos eran o no dignos de que la señora Tinker se enfundara el «conjuntito azul».

Como adelantábamos, Grant, para distraerse, se decide a desentrañar un misterio sin levantarse de la cama. Esto, ya de por sí, es original, pero no es del todo novedoso en la literatura policíaca. Ya se habían dado casos de investigadores que se valen solo de su mente, sin bajar al ruedo de los acontecimientos. Son lo que podríamos llamar «detectives inmóviles». M. P. Shiel, en los últimos años del siglo XIX, dio vida al lánguido príncipe Zaleski, que dilucida crímenes imposibles reclinado en una otomana, entre vapores de narguile, encerrado en una abadía abandonada. Siguiendo la misma estela, la baronesa de Orczy publicó en 1909 El viejo en el rincón, una colección de relatos en los que un misterioso anciano exhibe unas increíbles dotes deductivas, resolviendo enigmas criminales desde su sillón, tomando té y tarta de queso. También Agatha Christie aceptó el reto, y en 1924 hizo que Poirot resolviera un crimen encerrado entre las paredes de su apartamento en La desaparición del sr. Davenheim. Diez años después, nacía el orondo Nero Wolfe, que resolvía los misterios sin salir de casa. Tampoco podemos olvidar It had to be murder, el relato de Cornell Woolrich en el que se inspiraría La ventana indiscreta de Hitchcock, publicado en 1942. [2] Así pues, la tradición de detectives sedentarios ya estaba iniciada cuando vio la luz nuestra novela. No radica ahí su novedad.

Lo sorprendente de La hija del tiempo es que el crimen que investiga Grant desde la cama fue un asesinato sucedido hacía más de cuatrocientos años: la desaparición de los hijos de Eduardo IV, que la tradición atribuía al atroz Ricardo III. La creencia popular aseguraba que el famoso rey jorobado los habría mandado asesinar siendo solo unos niños porque podían obstaculizar su ascenso al poder.

El punto de partida de la investigación es la obsesión del inspector Grant por analizar los rostros de las personas. Como cualquier mente inquieta condenada a la postración, se deja llevar por su imaginación. Su carácter obsesivo se vuelca sobre las caras que contempla en unas postales antiguas. Algo en la de Ricardo III no cuadra. A través de las facciones del retratado llegamos al estudio biográfico y psicológico. Cuando se hace con acierto, se trata de un recurso brillante y efectivo:

Grant se detuvo justo cuando iba a darle la vuelta y observó el rostro unos instantes. ¿Sería juez? ¿Soldado? ¿Príncipe? Debía de ser una persona acostumbrada a una gran responsabilidad y responsable en su autoridad. Una persona demasiado concienzuda. Un aprensivo, tal vez perfeccionista. Un hombre que se sentía a gusto en situaciones de gran relevancia pero ansioso por los detalles. Un candidato a padecer una úlcera de estómago. Un hombre que había tenido problemas de salud cuando era niño. Tenía esa mirada indescriptible que deja el sufrimiento durante la infancia, menos clara que la mirada de un lisiado, pero igual de ineludible. El artista lo había entendido y lo había traducido al lenguaje pictórico. La leve hinchazón del párpado inferior, como un niño que ha dormido demasiado, la textura de la piel, la mirada de anciano en un rostro joven.

Ricardo III era para los ingleses la encarnación del mal. El retrato, sin embargo, mostraba solo un hombre enfermo y triste.

A partir de ahí, seguimos a Grant en su periplo, que es a la vez un viaje interior y una aventura bibliográfica, un donoso escrutinio. Las herramientas de que dispone son solo un puñado de libros, en los cuales enfoca su pericia profesional, su ojo crítico:

―Me sorprenden los historiadores. Parecen no tener talento para discernir la verosimilitud de una situación. Para ellos la historia es como un espectáculo con figuras bidimensionales sobre un fondo lejano.

—A lo mejor cuando uno anda escarbando entre documentos hechos jirones no tiene tiempo de estudiar a las personas. No me refiero a las personas que aparecen en los documentos. Hablo de la gente real, de carne y hueso, y de cómo reacciona ante determinadas circunstancias.

El problema está lejos de ser sencillo. ¿Qué hizo cambiar a Ricardo III? Hasta la muerte de su hermano, era un hombre ejemplar, muy querido por todos; tras el deceso, se convirtió en un monstruo, un asesino. ¿Qué había cambiado? ¿Cómo fue eso posible? Y, sobre todo, ¿por qué nada de esa historia se compadecía bien con el hombre retratado?

Grant intenta aplicar el método policial ante este misterio, como si hubiera ocurrido la noche anterior en un callejón del Strand. ¿Dónde estaba cada sospechoso cuando se cometió el crimen? ¿Quién salía ganando con la muerte de los niños?

Las pesquisas policiales se alternan con la búsqueda de un pasado remoto que el lector llega a sentir cercano. Las evocaciones del paisaje y la recreación de escenas históricas transmiten tanta serenidad y belleza como las minucias de la vida contemporánea que rodean al personaje principal:

Era una Inglaterra todavía sin cercar, con grandes bosques rebosantes de caza y extensos pantanos plagados de aves silvestres. Un país con las mismas viviendas repitiéndose cada pocos kilómetros en una interminable permutación: castillo, iglesia y casas de campo; monasterio, iglesia y casas de campo; feudo, iglesia y casas de campo. Las hileras de cultivos rodeando los grupos de casas y, más allá, el verdor, ese verdor ininterrumpido, los destartalados caminos que mediaban entre un grupo y otro, enfangados en invierno y emblanquecidos por el polvo en verano, adornados con rosas silvestres o teñidos de rojo por el fruto de los espinos con el paso de las estaciones (…)

La duquesa salió a la tenue luz del sol de una mañana londinense de diciembre y se quedó en la escalinata para despedir a su marido, su hermano y su hijo. Dirk y sus sobrinos llevaron los caballos hasta el patio, que espantaron a las palomas y a los escandalosos gorriones posados sobre el adoquinado. Observó a su marido montar, ecuánime y pausado como de costumbre, y pensó que, pese a la emoción que demostraba, podría haber partido hacia Fotheringhay para ver a los nuevos carneros en lugar de participar en una campaña. Salisbury, su hermano, era muy Neville y temperamental; era consciente de la situación y adoptó la actitud adecuada. Ella los observaba a ambos y sonrió para sus adentros. Pero fue Edmundo quien le robó el corazón. A sus diecisiete años, era muy esbelto, inexperto y vulnerable, henchido de orgullo y excitación por su primera campaña.

La novela se estructura alternando las conversaciones del inspector ―con las enfermeras, un compañero de la policía, su asistenta, su amiga Marta y un joven historiador― con sus reflexiones. Nos encontramos ante un viaje interior, sí, pero carente de pretensiones y artificios. Como corresponde al carácter de su autora. Tras la suspensión de la peripecia, la aventura es meramente mental y, a pesar de ello, resulta apasionante.

Algunos autores de la época, en su afán por justificarse, quisieron conjugar la alta cultura y la novela policial trufando sus misterios de sofisterías y elevadas citas que rayaban la pedantería. Tey lo consiguió con esta extraordinaria reflexión sobre la mentira y el paso del tiempo.

Hemos apuntado que Grant se obsesiona con los rostros. No es exactamente así. En realidad, lo que tiraniza su pensamiento no son los rostros, sino la búsqueda de la verdad. Y eso es lo que construyó Josephine Tey con esta novela: un modesto y hermosísimo canto a la verdad y a la sencillez.


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