Crímenes futuros. El género policial en Isaac Asimov
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Aristóteles dice con toda claridad que nuestra compasión solo puede producirse cuando somos testigos de una desgracia inmerecida.
Albin Lesky, La tragedia griega
S S. Van Dine publicó El caso del crimen de la Canario (The Canary Murder Case), la segunda de sus novelas policíacas, en 1927.
Margaret Odell, célebre actriz de variedades y cortesana neoyorkina conocida como la Canario, aparece estrangulada en su propio apartamento. Las dependencias de la víctima presentan el aspecto de un robo ―muebles rotos y volcados, joyeros forzados, cajones fuera de lugar―, pero pronto las indagaciones se enfocan hacia sus amantes más recientes. La policía no se explica cómo alguien pudo entrar y salir de la vivienda sin que lo vieran. Y, sin embargo, hubo un ladrón y hubo un asesino. El misterio se nos presenta como el más exasperante de los casos de la habitación cerrada: dos visitantes acceden a un apartamento donde era imposible que hubiera entrado ninguno.
El encargado de la investigación, el fiscal del distrito John Markham, cuenta con la colaboración de su amigo, el extraordinario Philo Vance, detective aficionado y coleccionista de arte, verdadero protagonista de la historia. El marco es el inolvidable Nueva York de la belle époque, donde los personajes frecuentan cabarets y óperas enfundados en elegantes esmóquines, y almuerzan huevos a la benedictine en el Stuyvesant Club.
Es en esta segunda entrega de sus aventuras, donde la personalidad de Philo Vance aparece perfilada con mayor detalle. El detective es un ser pomposo y relamido, un snob que puede resultar insoportable. Al mismo tiempo, sin embargo, no tardamos en descubrir que esconde una inteligencia descomunal y un ingenio sutil como pocos.
Vance es un hedonista amoral que solo tiene dos debilidades: su propio placer y los enigmas. A pesar de su carácter apático e indolente, es incapaz de abandonar la búsqueda, como si fuera la víctima de una compulsión finalizadora. En una ocasión le oímos decir:
Yo no soy un vengador de la sociedad, pero detesto todo problema irresoluble.
En efecto, donde el fiscal Markham se ahoga bajo el peso de la responsabilidad ética y profesional, Vance se divierte, disfruta con lo intrincado del misterio. Actúa sin conmiseración, como si la víctima no fuese un ser humano, sino la ficha de un tablero. El gran Philo Vance juega a investigar y exhibe sin ambages su cinismo refinado:
—Pasas por alto la crueldad del crimen —le reprochó Markham, severo.
—No seas tan detestablemente moralista, querido ―contestó Vance―. Todos llevamos un asesino en el corazón. La persona que nunca ha sentido un vehemente deseo de matar a alguien es que carece de emociones. ¿Y crees que es la ética o la teología la que aparta a las personas del homicidio? ¡No, querido! Es la falta de valor…, el temor de ser descubierto, o perseguido, o martirizado por el remordimiento. Observa con qué delectación el pueblo en masa condena a los hombres a muerte y después paladea los detalles en los periódicos. Las naciones se declaran la guerra unas a otras a la menor provocación, y en ellas, impunemente, sacian los hombres su sed de asesinatos. Nuestro culpable no es otra cosa que un animal racional con el valor de sus convicciones.
La confrontación entre los dos amigos, el fiscal y el detective amateur, va más allá del mero choque entre sus personalidades y se nos presenta como una oposición teórica en el ámbito de lo criminalístico. Markham encamina sus pesquisas a la búsqueda de hechos probatorios mediante los que poder descubrir y encausar al criminal. Vance, al contrario, desdeña este procedimiento, el puramente legal, e investiga realizando un cuadro psicológico y una crítica artística del crimen. Para él, el delito constituye una obra, una creación, en la que el artista ha dejado una huella de sí mismo.
Esa huella es la que habrá que analizar para, así, conseguir trazar un perfil del autor, una proyección, lo más detallada posible, de la forma en que piensa y siente el asesino. La tarea del investigador, por tanto, consistirá en encontrar al sospechoso que cuadre con dicho esquema mental. Entonces sabrá quién es el asesino. Y si los hechos, las pruebas materiales, no encajan con esta hipótesis, habrá que desconfiar de ellos. Philo Vance recela del mundo de los sentidos y solo se deja guiar por lo único seguro e inmutable: la naturaleza del alma humana. Se constituye de este modo poco menos que en un detective platónico. En sus propias palabras:
En una ocasión te burlaste de mí cuando dije que podría conducirte hasta el autor de un crimen examinando los factores del crimen mismo. Pero, naturalmente, yo tengo que conocer al hombre hacia quien he de encaminarte; de otro modo, yo no podría relacionar las indicaciones psicológicas del crimen con el modo de ser del culpable. En el presente caso, yo conozco la clase de hombre que cometió el crimen; pero no estoy lo suficientemente familiarizado con los sospechosos para señalar al culpable (…)Cuando los hechos materiales y los psicológicos entran en conflicto, los hechos materiales son los que están equivocados.
Van Dine se erige en esta segunda entrega como un virtuoso de la novela enigma. El caso del crimen de la Canario es un rompecabezas magistral y, al mismo tiempo, un tratado teórico del género.
Las descripciones son minuciosas, pero de orden práctico. Su detallismo únicamente va destinado a plantear el reto mental, el juego con el lector, no a embellecer la narración. Lo mismo que los diálogos. No hay amor, ni humor, ni política, ni poesía, ni metáforas, ni bellos atardeceres. La finalidad es el goce del descubrimiento. Toda otra aspiración o inquietud literaria está prácticamente descartada. El esteticismo del detective no se refleja en el estilo del autor: la única belleza que se busca es la intelectual, la del mundo inconmovible de las ideas puras.
El final es tan estoico como el estilo. El detective y el criminal han jugado sus bazas. Uno de ellos pierde y debe aceptar su destino. Donde no hay culpa ni venganza, la justicia consiste únicamente en saldar las deudas. El lector comprende ambos lados del tablero. Al fin y al cabo, ¿no acabamos todos por perder la partida contra el tiempo?
Nos encontramos, así, ante una novela que narra una venganza y un crimen teatral. Al mismo tiempo, y aunque parezca increíble por lo público del asesinato, es una variante rocambolesca del misterio de la habitación cerrada. Aunque dicha habitación sea un escenario y esté a la vista de cientos de personas. Magistral, ¿no?
«Los secretos de Oxford» supuso un notable intento de ir más allá de las convenciones de la novela detectivesca. Es psicológica y social en primer término; policial y misteriosa, en segundo.
«La casa torcida» es la menos convencional de las obras maestras salidas de la pluma de Agatha Christie. Su autora siempre la prefirió frente a las otras. Se trata de una novela triste, de atmósfera opresiva y trágica. Pocas veces la reina del misterio había ahondado tanto en las relaciones humanas. Nunca el resultado fue tan desolador.
El mundo teatral siempre ha resultado una fuente prolífica de crímenes para la ficción detectivesca. Pocos son los autores que no se han dejado seducir por las candilejas de un modo u otro. En el caso de la novela policíaca de la Golde Age este vínculo se hace especialmente notorio por distintos factores técnicos y profesionales.