Para reconocer lo que verdaderamente es el ser humano desde un punto de vista moral, hay que leer historias criminales y descripciones de estados de anarquía. A esos millares de individuos que ahí, ante nuestros ojos, se agolpan unos junto a otros en una relación pacífica, cabe verlos como otros tantos tigres y lobos, cuya dentadura está asegurada por un fuerte bozal.
Arthur Schopenhauer, Sobre el fundamento de la moral
Hay obras de arte que tienen la virtud de ser perfectamente canónicas. Sin aristas ni estridencias, satisfacen por completo las expectativas que se ponen en ellas.
Publicada en 1942, Un cadáver en la biblioteca es uno de estos casos. Nada sobra y nada se echa de menos en esta obra maestra, que mantiene el suspense desde el principio hasta el final. Por ello, y porque carece de flecos sueltos, artificios innecesarios, explicaciones abstrusas u otras impurezas, podría aplicársele —haciendo uso de la consabida metáfora espacial—el calificativo de redonda. Es justamente la perfección y la sencillez del círculo, su autosuficiencia y su determinación, la equidistancia de las distintas partes con respecto a un centro invisible, lo que uno tiene la sensación de contemplar cuando cierra el libro y lo degusta.
El lenguaje es elegante y la narración, dinámica. Existe una equilibrada proporción entre la dosis de acción, los diálogos ―de una naturalidad extraordinaria―, las deducciones relacionadas con la investigación y las alusiones al método y a los supuestos teóricos, que, aunque esporádicas, no dejan de ser atractivas e imprescindibles para el lector más intelectual.
La historia comienza cuando la doncella de los Bantry entra una mañana en el dormitorio del matrimonio con una desconcertante y terrible noticia:
«Señora, hay un cadáver en la biblioteca».
La idea se cuela como un sueño en la cabeza de Dorothy, la señora Bantry, cuyo marido duerme profundamente a su lado, y poco a poco va cobrando fuerza y realidad. Muy pronto los hechos le revelan a voces la espantosa verdad. Se ha cometido un asesinato y la víctima yace sobre la alfombra de su propia casa. Los muertos, ironiza la autora por boca de sus personajes, siempre aparecen en la biblioteca. Sucede en todas las novelas.
Previsiblemente, la policía interrogará a los Bantry y al servicio doméstico. Pronto los ecos de las habladurías convertirían su apacible vida en un infierno. Consciente de ello, Dorothy pide ayuda a su buena amiga Jane Marple, una anciana encantadora y atenta, que conoce a la gente del pueblo y está al corriente de todos sus asuntos.
La muerte, así, rompe la monotonía diaria del pequeño pueblo provinciano.
El teléfono sonó cuando la señorita Marple se estaba vistiendo. El sonido la turbó un poco. No era aquélla una hora en que acostumbrara sonar el teléfono. Tan bien ordenada estaba su vida de solterona, que las llamadas telefónicas imprevistas eran, para ella, manantial de vívidas conjeturas.
—¡Dios mío! —murmuró la señorita Marple, contemplando perpleja el aparato—. ¿Quién podrá ser?
En el pueblo, la hora oficial para hacer llamadas entre vecinos era de nueve a nueve y media. A esa hora solían concertarse los planes para el día y cursarse las invitaciones.
El cadáver pertenece a una mujer joven que ha sido estrangulada. Viste ropa barata de fiesta, lleva el cabello teñido de rubio y las uñas muy cortas. La autora utiliza el recurso detectivesco del «elemento descolocado». En este caso, es el cuerpo mismo de la víctima. Resulta incongruente en la escena del crimen.
Y sobre la vieja piel de oso tendida ante la chimenea yacía algo nuevo, crudo, espeluznante y melodramático.
La flamante figura de una muchacha. Una muchacha de cabello anormalmente rubio, peinado hacia atrás en complicados bucles y anillos (…) Era una figura chillona, vulgar, incongruente a más no poder en la sólida comodidad del viejo estilo de la biblioteca del coronel Bantry.
Nos hallamos ante una novela de contrastes. No se trata solo de la consabida oposición entre la vida cotidiana, con sus rutinas y todos sus entrañables detalles, y el horror que introduce el brutal asesinato de una joven indefensa. También contrasta el meticuloso análisis de la detective aficionada con la maquinaria policial.
El método de la policía consiste en la comprobación de todas las coartadas y en el rastreo de las pruebas físicas. Por supuesto, ello resulta muy eficiente cuando se trata de un crimen pasional. Sin embargo, su efectividad es dudosa si el asesino se ha cuidado de ocultar y de dejar a la vista justo lo que le interesa, construyendo un caso a su medida.
Por el contrario, la habilidad de Jane Marple radica en su profundo conocimiento de la psicología humana. Tras años de experiencia y observación de las costumbres del mundo rural, ha desarrollado una teoría bastante compleja y aparentemente infalible sobre las motivaciones de las personas. La clave está en la observación detallada y en el análisis del comportamiento de los individuos. El modo como cada sujeto aborda los asuntos más insignificantes revela algo de su carácter, lo hace inteligible y, en consecuencia, más predecible.
La señorita Marple siempre halla similitudes asombrosas y establece iluminadores paralelismos entre las personas que ha conocido en el ámbito rural y los actores del drama que tiene lugar ante sus ojos.
La señorita Marple había alcanzado fama gracias a su habilidad en relacionar sucesos triviales del pueblo con problemas más serios, de forma que los primeros derramaban luz sobre los últimos.
—Y luego hubo el señor Badger, propietario de la droguería. Colmó de atenciones a la joven que trabajaba en su sección de objetos de tocador. Le dijo a su esposa que tenían que considerarla como hija suya y hacerla vivir con ellos en su casa. La señora Badger no era de la misma opinión ni mucho menos.
Sir Enrique dijo:
—Si se hubiera tratado de una muchacha de su mismo nivel social… la hija de un amigo…
La anciana lo interrumpió:
—¡Oh! Es que eso no hubiera sido, ni con mucho, tan satisfactorio desde su punto de vista. Es como el caso del rey Cofetu y la pordiosera. Si uno es un anciano que se siente muy solo y muy cansado y si, además, la propia familia de uno lo ha estado descuidando… —hizo una breve pausa—; bueno, pues el proteger a alguien que quedará abrumado por la magnificencia y la munificencia de uno (esto es expresarlo con cierto dramatismo, pero espero que comprenda usted lo que quiero decir); bueno, pues eso es mucho más interesante. Le hace a uno sentirse una persona mucho más grande… ¡un monarca benéfico! Es más probable que quede deslumbrado el objeto de tal munificencia, y eso, claro está, le proporciona a uno una sensación agradable.
Schopenhauer, de cuyo pesimismo se nutre buena parte de la literatura del siglo XX, defendió que las pasiones humanas siempre han sido, son y serán las mismas en cualquier época y en todas partes. Jane Marple parte del mismo supuesto. Lo único que puede variar es la manera que tenemos de gestionarlas. Esto último, por el contrario, sí que depende tanto de la educación recibida como de las herramientas que nos brinden las circunstancias. Es por ello que, para comprender, debemos estar al día y prestar atención al momento presente. Y, por encima de todo, no ser demasiado crédulos.
Miss Marple está convencida de que lo que la diferencia a ella de muchas otras personas, incluso de muchos policías, es la desconfianza, la precaución a la hora de tomar como verdaderas las declaraciones del otro, por inocente que este parezca. La cándida anciana oculta en realidad un escepticismo y un pesimismo antropológico que resultan perturbadores en un ambiente de visillos, tacitas de té y vicarios que hacen sonrojar a solteronas. Esa es la grandeza de la diabólica octogenaria que dio a luz Agatha Christie en los años treinta.
Temo que encontrarán ustedes mis “métodos” como los llama sir Enrique, terriblemente primitivos. La verdad es, ¿comprenden?, que la mayoría de la gente… y no excluyo a los policías… es demasiado confiada para este mundo malo. Creen lo que se les dice. Yo nunca creo. Tengo la manía de querer comprobar las cosas por mí misma.
Mi sobrino Raimundo me dice, en broma claro está, y cariñosamente, que tengo una mente como una cloaca. Dice que les ocurre lo propio a casi todos los de mi época, pero los de mi época conocían la naturaleza humana.
Miss Marple lee el alma humana como nadie. Por eso mismo, es capaz de identificar la maldad como si fuera un sarpullido o un eczema. Casi cien años después, otra escritora, Fred Vargas, desde las brumas del París actual, dotará a su inspector Adamsberg de la misma habilidad.
Como una cucaracha ―escribe la francesa― que saliera de la boca de una bella joven.
Nos encontramos, así, ante una novela que narra una venganza y un crimen teatral. Al mismo tiempo, y aunque parezca increíble por lo público del asesinato, es una variante rocambolesca del misterio de la habitación cerrada. Aunque dicha habitación sea un escenario y esté a la vista de cientos de personas. Magistral, ¿no?
«Los secretos de Oxford» supuso un notable intento de ir más allá de las convenciones de la novela detectivesca. Es psicológica y social en primer término; policial y misteriosa, en segundo.
«La casa torcida» es la menos convencional de las obras maestras salidas de la pluma de Agatha Christie. Su autora siempre la prefirió frente a las otras. Se trata de una novela triste, de atmósfera opresiva y trágica. Pocas veces la reina del misterio había ahondado tanto en las relaciones humanas. Nunca el resultado fue tan desolador.
El mundo teatral siempre ha resultado una fuente prolífica de crímenes para la ficción detectivesca. Pocos son los autores que no se han dejado seducir por las candilejas de un modo u otro. En el caso de la novela policíaca de la Golde Age este vínculo se hace especialmente notorio por distintos factores técnicos y profesionales.