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Tras la niebla y la nieve
Michael Innes
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Reseñas en 21 diciembre 2020 0 Comentarios 8 min lectura
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El hombre sabe por fin que está solo en la inmensidad insensible del universo, de la cual surgió solo por casualidad. Su destino no está definido en ninguna parte, ni es su deber. El reino está arriba y la oscuridad abajo; él debe elegir.

Jacques L. Monod, El azar y la necesidad

En 1940 Michael Innes dio a la imprenta una de sus obras más insólitas e interesantes, Tras la niebla y la nieve (There came both mist and snow). Como policial, supone un desafío intelectual, un juego de lógica que trata de agotar todas las posibilidades de la deducción; como novela, destila un humor amargo y desesperanzado, característico de buena parte de la producción de la Golden Age en los años cuarenta.

Existe también cierta poesía extraña en el ambiente que rodea la novela:

Belrive alberga un antiguo priorato en ruinas y la mansión señorial de Basil Roper, bajo cuya ala, una fría Navidad, se cobija una peculiar familia. Un mundo moderno e industrial ―carreteras, tranvías, humo de fábricas― asedia el aristocrático reducto. Estruendo y fealdad. Sobre los muros derruidos de la vieja abadía, se eleva un anuncio luminoso con forma de botella de cerveza. El engendro comercial ―lúgubre y polisémico― alumbra la nieve con colores inverosímiles y dota al priorato de una sensación de irrealidad, de decorado artificial donde transcurre una pantomima.

La familia que se reúne en torno a Basil Roper es intelectual y decadente. Parece surgida de moldes antiguos, poco afines al siglo que los rodea. Su misma condición anacrónica los aboca al más oscuro cinismo y a la antipatía. Sus diversiones son tétricas. Citan a Shakespeare y juegan con revólveres. Se relacionan entre sí a dentelladas intelectuales.

Anne además se encontraba en una posición económica desesperada: intelectual, rara, lectora de pequeños volúmenes de versos que nadie más leía. ¿Podía ella en caso de apuro hervir un huevo? Lo dudaba. Con muy poco juicio, había sido educada en un ambiente en el que tocar el timbre para pedir unos huevos es ley natural. Ellos eran gorristas por derecho propio, miembros insignificantes de una clase que endulza la vida con ingenio.

En este ambiente nada halagüeño irrumpe la sombra de la muerte. Wilfred Foxcroft ―sobrino del dueño de la casa― recibe un disparo en el pulmón derecho mientras escribía una carta en el despacho de su tío. Se plantea un enigma doble: ¿Quién le ha disparado? ¿A quién pretendían disparar en realidad? ¿A Wilfred o a su tío?

La novela está narrada en primera persona, a través de la voz de Arthur Ferryman, novelista afamado y pariente lejano de la familia. Ferryman no solo contempla aterrado el curso de los acontecimientos, también reflexiona sobre la propia narración desde el punto de vista de un escritor profesional. Especula sobre las dificultades técnicas inherentes a la narrativa policial en un curioso ejercicio metaliterario:

En esta etapa preliminar de la narración —que está, por lo menos, casi terminada ahora— uno tiene que ordenar una gran cantidad de incidentes y de individuos cuya relación mutua significativa solo puede aparecer más tarde, si se quiere preservar la lógica.

Sir Mervyn Wale, por ejemplo, cita a Shakespeare de una forma significativamente oscura —y esto está bien—. Pero cuando todos los demás empiezan a expresarse de forma parecida el lector puede muy bien empezar a sentir que eso es un poco aburrido.

Veo que he llegado a la mitad de mi relato tal como había planeado. Y para esto el lance en las ruinas sirve perfectamente. Es dramático sin llegar al extremo de un clímax inconveniente; en algunos aspectos es el preludio del clímax que llegará de hecho. Si estuviera interesado —como está lejos de ser el caso— en disponer mi material con un arte angustioso, creo que colocaría este sombrío episodio justamente donde está ahora.

Entre los invitados se encuentra un joven detective, sir John Appleby, protagonista de muchas de las creaciones detectivescas de Innes desde el inicio de su producción en los años treinta (Death at the President’s Lodging, 1936). Nos hallamos aquí ante un Appleby desconcertante, frío, de mirada escrutadora y observación aguda. Tiene cierta tendencia a la melancolía y controla las situaciones con muy pocas palabras, casi como si no estuviera involucrado directamente en los hechos. Como si pasara por allí.

Estaba impasible, pero una o dos veces sus ojos se agrandaron ligeramente. Me hallé pensando en el deleite de un chiquillo que descubre cómo funciona algo.

Su método pasa por la comprensión de cada caso como de una totalidad. Se esfuerza por aprehender hasta en los más mínimos detalles el pequeño microcosmos que supone una investigación policial. Va más allá del análisis del delito. Por eso sus interrogatorios y sus recursos resultan chocantes para los que le rodean.

—¿Nos dará una relación de sus pensamientos?

—Realmente, Mr. Appleby.

—No me refiero a sus pensamientos desde que sucedió esto, aunque puedan ser muy valiosos. Me refiero a sus pensamientos antes de que sucediera. Por ejemplo, ¿en qué estaba pensando durante su paseo por el parque? —Hizo una pausa y me miró casi con ansiedad—. Mi idea, mi experiencia, es ésta. En cualquier reunión de esta clase, y particularmente en una reunión familiar, es probable que haya varios eventos de actualidad y conjeturas. Ciertos temas son de interés general. Hay una expectativa aquí, una aprensión allí (…) La constelación familiar… —continuó Appleby, como si recordara de repente que yo pertenecía a una categoría distinta—. Si uno puede hacerse cargo de todo eso, estará en una posición muy firme como investigador. Es distinto, naturalmente, si se trata de la desaparición de tenedores y cucharas. Pero en un asunto como éste, el policía tiene que buscar el mismo tipo de información preliminar que buscaría el psiquiatra si se requirieran sus servicios. A menudo sería mejor que el policía fuera psiquiatra.

Michael Innes fue un intelectual, un teórico de la literatura que se divertía perpetrando crímenes y explorando las posibilidades narrativas del género. Así, el scholar de Oxford que había escrito brillantes ensayos sobre los clásicos y los vanguardistas juega a ser autor de novelas policíacas. Estira el género y lo deforma y agota sus perspectivas, fantaseando acerca de las vanas posibilidades de la razón, que se afana inútilmente para encontrar algo de orden en el fantástico caos que supone el universo.

Hay una especie de tormenta tropical, según parece, que es prácticamente imprevisible. Intentad hallar sus causas y algo parece estar en desacuerdo con la lógica de los cielos; uno observa unas condiciones que deberían llevar a la calma y no a una tormenta. Únicamente recuerdo claramente esto, y lo recuerdo a causa de su ironía implícita.

Como en El caso de los bombones envenenados (Anthony Berkeley, 1929), al final de la novela se suceden las hipótesis. Todos acusan a todos. Cada uno de ellos se erige como acusador y padece la acusación de uno de sus allegados. Cada personaje ―todos mezquinos, implacables y brillantes― expone una teoría acerca de cómo sucedieron los hechos, a cual más aguda y lógica. Un auténtico alarde.

Solo Appleby descubre cómo sucedieron realmente los hechos. Sin embargo, su interpretación es solo una más, tan buena como el resto, tan interesante y bella como sus predecesoras. La versión del policía tiene un único rasgo que la distingue de las otras: es verdadera. Una nimiedad.

Nos encontramos, así, ante un rompecabezas excelente. No hay ningún personaje que no pueda ser culpable. Ninguno tampoco que, por insufrible, no merezca ser víctima.

Tras la niebla y la nieve no es una lectura fácil. Tampoco lo pretende. Supone un reto, eso sí, para aquellos que disfrutamos del goce del descubrimiento; para los ilusos que aún buscamos algo de consuelo y belleza en los esfuerzos totalizadores de la razón y del arte.

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