Vivamus, mea Lesbia, atque amemus, rumoresque senum severiorum omnes unius aestimemus assis.
Catulo, Carmina, V
Un conjunto variopinto de once personajes ―nueve de ellos vinculados directamente con un grupo de teatro― viajan en un tren hasta Oxford. Tres de ellos morirán entre las páginas que el lector tiene en sus manos.
Así termina el prólogo de esta excepcional pieza policíaca.
Desde hace unos años, la editorial Impedimenta se ha propuesto recuperar la obra policíaca de Edmund Crispin. Los aficionados a las sutilezas detectivescas de la literatura inglesa nunca se lo agradeceremos lo suficiente. En esta ocasión hablaremos de la primera novela que compuso: El misterio de la mosca dorada (The Case of the Gilded Fly, 1944).
La viveza de los personajes y estilo impecable en las descripciones, que se percibe desde las primeras páginas, resultan inusuales en un novelista primerizo. En el momento de escribir esta novela, Edmund Crispin contaba con poco más de veintidós años. Sus compañeros y amigos de juventud ―Philip Larkin y Kingsley Amis, entre otros― fueron unánimes en admirar su precocidad y la profundísima cultura de que hacía gala ya en su época de estudiante universitario. Él ironizó esta condición creando el más divertido, insufrible y pedante de los detectives literarios.
El misterio de la mosca dorada se inscribe en el subgénero de los crímenes teatrales, una vertiente del whodunit que frecuentarían casi todos los autores de la época, desde Ellery Queen o Ngaio Marsh hasta Dickson Carr. En la novela de Crispin, una compañía oxoniense de repertorio se enfrenta al reto de preparar el preestreno de Metromanía, una pieza del prestigioso autor Robert Warner. El periodista Nigel Blake, enamorado de una de las actrices principales, es testigo de los ensayos. Por sus ojos vemos recrearse el mundo de las candilejas como solo puede hacerlo alguien que lo ha vivido de primera mano y que ama el medio:
Nigel lamentó no haber presenciado los ensayos intermedios, perdiéndose así parte del proceso que va desde una representación claramente artificial a la convicción y el realismo, la gradual desintegración de la barrera entre los actores y la obra, la progresiva convergencia y la fusión final de las personas reales y los caracteres ficticios. Desde luego, al ver la evolución del trabajo, uno podía comprender perfectamente la tensión que se iba acumulando poco a poco y el nerviosismo que los actores tendrían que superar el día del estreno.
En este contexto se presenta un caso magistralmente trazado de asesinato imposible, uno de esos en que la razón humana se ve empujada a reconocer su fracaso y retirarse a un segundo término:
—El suicidio —interrumpió sir Richard (jefe de la policía de Oxford)—, tal y como hemos convenido todos, es una hipótesis bastante improbable (…) Un accidente es algo prácticamente inconcebible. Y un asesinato, por lo que parece, es totalmente imposible. Así que la única conclusión es…
—La única conclusión es —sentenció el inspector— que nada de esto ha sucedido realmente. Quia absurdum est… —añadió con gesto compungido, repitiendo una sentencia que acudió repentinamente a su memoria desde sus días escolares.
Y aquí hace su primera aparición el gran Gervase Fen, insigne profesor de Literatura y detective aficionado. El profesor Fen es un sinvergüenza, es un idiota y es un genio. El aburrimiento ―el pecado moderno por excelencia, bautizado spleen por los franceses― lo empuja a la resolución de crímenes y a la aventura. Estudia a los satíricos ingleses del XVIII, a los que odia y, a pesar de ello, ha dedicado una sesuda monografía. Provoca el desconcierto entre los que lo rodean con una peculiar mezcla de apatía, erudición, euforia, preguntas extemporáneas, alcoholismo y quejas de toda laya. El periodista Nigel Blake es su amigo y antiguo discípulo.
El cambio que se había producido en su amigo Fen, se dijo, era asombroso. Su habitual frivolidad, ligeramente fantasiosa, había desaparecido por completo, y en su lugar solo había una gélida y formidable concentración. Sir Richard, que, por experiencia, ya sabía de las fluctuaciones anímicas que se producían en su amigo, se alejó un poco del lugar donde este conversaba con el inspector y lanzó un suspiro. Durante el proceso atravesaba siempre los mismos estadios (y este se repetía siempre que estaba particularmente concentrado en algo, ya fuera una investigación o cualquier otro asunto): cuando no estaba interesado en lo que ocurría, se sumía en una especie de histriónica alegría terriblemente irritante; cuando, por el contrario, descubría algo importante, entraba en una virulenta espiral de melancolía, al modo de aquella jovencita cuya tontuna la indujo a sentarse en un acebo; y cuando la investigación por fin concluía, la tristeza que lo invadía le duraba varios días, hasta que finalmente se recuperaba. Y, como es obvio, aquellas costumbres perversas y camaleónicas solían sacar de quicio a las personas que lo rodeaban.
Fen se jacta de usar el método intuitivo. Deja que las imágenes y las ideas fluyan en su mente. Lo curioso del caso es que desde el principio sabe quién es el asesino y se lo dice a todo el mundo.
El rechazo al aburrimiento y a lo convencional no se limita a las evoluciones mentales del detective. Las situaciones disparatadas ―que serán su fuerte en novelas posteriores como La juguetería errante― ya despuntan con brillantez en esta opera prima: los actores ocupan su tiempo libre trasegando cerveza en el Aston Arms, una taberna decrépita donde se mira mal a los desconocidos y se menosprecia a los clientes habituales. Allí hay un loro que declama versos de Heine con voz estridente. Fen provoca al pajarraco para que recite con todas sus fuerzas. Su propósito es que nadie escuche el interrogatorio al que somete a uno de los testigos, que está borracho como una cuba.
El estilo de Crispin es exquisito y mordaz. Su espíritu, hedonista. El tono adquiere en ocasiones ―aun sin abandonar la ironía― aires pastoriles de exaltación del amor juvenil, la vida al aire libre y la aventura. Quizá ninguna obra como la de este organista inglés celebre tan gozosamente la vida teniendo la muerte como tema principal.
El misterio de la mosca dorada es canónica en muchos aspectos: uso de la prolepsis para mantener la intriga, grupo cerrado de sospechosos presentados desde el principio, víctima despreciable a quien todo quisque tiene motivos para asesinar… Y, sin embargo, no deja de ser una creación muy original. El lector avezado no tardará en darse cuenta de que, en realidad, lo que Crispin realmente deplora es la vulgaridad. En palabras del propio Fen:
Todos acabamos igual, estandarizados y normalizados, Nigel. El divino don del discurso sin sentido y la acción puramente irracional se está atrofiando.
El goce del mundo al revés apenas se ve atenuado con la resolución del misterio. Se trata de un policial irreverente, anacreóntico y exquisito. Un whodunit magistral y una pieza humorística al mismo tiempo. Una gamberrada y un alarde de estilo. El universo de Crispin nos deja siempre la satisfacción de haber entrado y salido del País de las Maravillas.
No en vano el insigne profesor acostumbra a utilizar una de las interjecciones del conejo blanco de Carroll:
¡Por mis orejas y mis bigotes!
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Nos encontramos, así, ante una novela que narra una venganza y un crimen teatral. Al mismo tiempo, y aunque parezca increíble por lo público del asesinato, es una variante rocambolesca del misterio de la habitación cerrada. Aunque dicha habitación sea un escenario y esté a la vista de cientos de personas. Magistral, ¿no?
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El mundo teatral siempre ha resultado una fuente prolífica de crímenes para la ficción detectivesca. Pocos son los autores que no se han dejado seducir por las candilejas de un modo u otro. En el caso de la novela policíaca de la Golde Age este vínculo se hace especialmente notorio por distintos factores técnicos y profesionales.
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