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Una larga sombra
Anthony Gilbert
Por Manuel Navarro Villanueva Publicado en Reseñas en 18 marzo 2021 0 Comentarios 13 min lectura
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Ni siquiera los demonios son malos por naturaleza.

De divinis nominibus, Pseudo Dionisio

En algunas ocasiones se le ha achacado a la novela detectivesca el ser ajena a los problemas de la sociedad. Los autores de esta escuela ―muy al contrario que los de la novela negra, más realista y comprometida― adolecerían así de una suerte de aristocratismo, indiferente a los problemas reales de la gente de verdad. Como si esto fuera necesariamente un defecto literario. Como si la buena literatura lo fuera únicamente por su compromiso social y este fuera el valor artístico por excelencia.

En cualquier caso, la acusación es falsa. Y lo es porque ninguna novela es ajena a su época, por más que lo pretenda. Solo una lectura superficial puede pasar por alto la influencia de los vaivenes históricos en la evolución del género. Pero es que, además, varios autores fueron explícitamente sensibles a los problemas de su entorno y los pusieron en primer término como contexto de las tramas criminales. El último caso de Philip Trent (E. C. Bentley, 1913), por ejemplo, incluye una crítica explícita a la voracidad del sistema financiero anterior al crack; Los secretos de Oxford (Dorothy L. Sayers, 1935) tematiza la educación de la mujer a principios de siglo; Cuestión de nervios (Richard Hull, 1950), el problema del abastecimiento en la posguerra inglesa.

Una larga sombra (The Long Shadow, 1932) de Anthony Gilbert (seudónimo de Lucy Beatrice Malleson) es otra muestra del compromiso de la novela enigma con su entorno.

Ningún autor de la golden age mostró una sensibilidad mayor con la suerte de los desfavorecidos. Gilbert es heredera directa ―tanto en el fondo como en la forma― de la tradición realista de Galdós o Tolstoi. Tras los pasos de estos gigantes, Una larga sombra arranca sumergiéndonos en un ambiente degradado y triste, entonando una denuncia dickensiana de la deshumanización de los menesterosos, de aquellos que son empujados a los márgenes de la vorágine social. Las Viviendas Sullivan ―suburbio donde habita el lumpen más miserable― también son un personaje.

Los moradores de las Viviendas (ambiente tan lúgubre que parecía imposible pudiera haber seres humanos capaces de vivir allí sin perder la cordura) vivían alejados unos de otros (…) A tal extremo de insensibilidad y agotamiento habíanlos llevado los muchos hijos, la opresión, el hambre, la ansiedad y la necesidad. Esperanza, belleza, alegría: estas palabras nunca se oían en las Viviendas de Sullivan.

La destreza evocadora y descriptiva de la autora es digna de los grandes maestros decimonónicos. Quizá ninguno de sus congéneres alcanzó una maestría igual. Gilbert es, sin duda, una de las grandes estilistas de la tradición detectivesca y sus pasajes descriptivos están a la altura de Fortunata y Jacinta o Resurrección:

Era un lugar extraño. Extrañas palabras se le ocurren a quien escribe sobre él. Una es desamparado; otras, corrupto, pútrido… Ante todo, en contradicción con la mayoría de los edificios similares que hay en Londres, era un lugar de silencio. El visitante extraviado no encontraba mujeres enormes, agobiadas, transportando baldes, en los descansos de la escalera, o descendiendo a las entrañas del edificio en busca de carbón; rara vez voces discordantes chillaban de un piso a otro; la gente no se daba empellones en los sucios corredores donde el yeso descolorido se desprendía de los ladrillos desgastados, exponiendo sus filos agudos y la obra ruinosa de las alimañas que vivían codo con codo junto a los otros proscritos del lugar. Los mohosos pasamanos, que parecían ofrecer protección a los empinados y roñosos escalones, estaban quebrados en algunas partes, de modo que una persona anciana o una criatura, en realidad, cualquiera un poco inseguro o tembloroso, podía caer a través de ellos hasta las piedras del vestíbulo, dos, tres o cuatro pisos más abajo. (…) Se estremecían al encontrarse en los corredores con viejas marchitas y descoloridas, apenas humanas, que se deslizaban furtivamente por los pasajes y las escaleras; ruinas de la humanidad, insensibilizadas por los golpes de sesenta o setenta años de luchas, dolores y esfuerzos, que conocían la amarga necesidad de pelear por un poco de trabajo, un mendrugo o una gota de algo reconfortante. Pasaban junto a uno, como brujas obscenas, esas mujeres ancianas, envueltas en chales inmundos, murmurando consigo mismas, tirándose sin cesar de los flecos andrajosos con los dedos impregnados de la roña que durante toda la vida habían estado quitando de las paredes y de los pisos de otras gentes; arrojando a las criaturas más inofensivas miradas de una maldad tan cruel y estúpida, que los no iniciados se apartaban de ellas, como se dice que los jóvenes santos se apartaban del demonio.

En este contexto se nos presenta un ser extraordinario. Sepultada en estos escombros de la sociedad, entre la uniformidad que otorga la miseria compartida de las Viviendas Sullivan, sobrevive una anciana extraña y perturbadora: mlle. Roget. Al mismo tiempo, un ser demoníaco y una pobre enferma. Esta será la víctima del asesinato que preside esta novela.

Si clasificáramos los relatos policíacos clásicos por la calidad de sus víctimas ―un criterio tan arbitrario e interesante como otro cualquiera― esta novela estaría sin duda en un puesto predominante. Junto a grandes clásicos como La torre y la muerte o Casa torcida.

La vida de la anciana terminó en realidad hace treinta años. Desde entonces se sumerge en la miseria más lóbrega y vive de las sombras del pasado. Un pasado de lujo, refinamiento y belleza. No podemos dejar de pensar en miss Havisham, la eterna novia. O en Eleanor Rigby. Mademoiselle Roget fue una actriz de éxito en su juventud. Ahora es una vieja miserable y trastornada, un personaje inmenso de resonancias elegíacas. En el París fastuoso y disipado de la belle époque se la conocía como la mujer de los mil amantes; también como la Araña. Poco antes de su muerte, recibe la visita de un sacerdote católico que intenta ayudar a los necesitados.

Aunque resultaba extraño, el padre Frith la escuchaba fascinado hasta el punto de no poder hablar. No le parecía trágico que esta mujer, que según su propia confesión había llevado una existencia tan brillante y variada como un sueño (el foco de millares de ojos y el centro de innumerables deseos y pasiones), terminara su vida en esa espantosa habitación, en las tinieblas, en la obscuridad, quizás en la miseria. Para él era parte del formidable drama de la vida que el péndulo oscilara así, ya en la luz, ya de nuevo en la sombra. Bajo su aspecto impasible aquel relato lo estremecía: su historia de tonos llameantes le parecía un cuento intenso, cambiante, notable, una pintura, un poema. Aun en este lugar miserable, entre los escombros del mobiliario destartalado, las ropas rotas, los mendrugos rancios y la atmósfera vil, lo agitaba un deleite inexpresable. Ésta era la vida, no el material de las películas cinematográficas, no las casas grises que conocía tan bien, no su propia vida normal: esto era la vida expuesta hasta la médula, temblorosa, charra, intrépida, codiciosa, inmortal.

Se sentía capaz de escuchar eternamente esa voz que pasaba de una experiencia a otra, del comentario al hecho, y regresaba otra vez a la crítica mordaz. Poco a poco, de sus confusas historias desenmarañaba una narración coherente. Parecía que era en verdad el original de esas asombrosas fotografías; había sido actriz durante muchos años; el ídolo de París, decía sin vanagloria y sin ansiedad, sin siquiera el aire de darle una información, sencillamente, como quien confirma un hecho evidente. Algo había sucedido —tal vez fueran esas cicatrices de viruela— que más de veinticinco años atrás habían puesto punto final a su carrera, y ahora vivía en ese pasado, dejando que las cosas presentes se deslizaran junto a ella como las sombras sobre una colina, al anochecer, tan ligeras, tan veloces que pasan inadvertidas. Comprendía ahora cómo lograba sostener una existencia tolerable en medio de tanta ruina: no la notaba. Era una mujer muerta para el tiempo: el tiempo ya no existía para ella.

La investigación de su asesinato reconstruye la vida de la Araña a partir de los testimonios de los que la conocieron. Como en Pedro Páramo o en La condesa descalza o en Ciudadano Kane. Mademoiselle conserva su poder aun después de muerta. Ejerce una influencia imposible de conjurar.

Era imposible mantener la sangre fría frente a tal mujer; lo dominaba a uno, lo poseía, no permitía que uno la olvidara; y esto sin belleza, encanto o gracia ninguna. Era pura personalidad; Field ni siquiera la había visto viva. Resultaba casi pavoroso.

Descubrió que ni siquiera en París podía olvidar a aquella vieja, a aquella criatura extraña, desarrapada, grotescamente heroica, que no había podido morir silenciosa y calladamente, como otras mujeres, y había provocado todas estas molestias, exámenes y publicidad. ¡Y cómo le habría gustado enterarse de esto, sentir la marea de la vida agitándose encima de ella, aun ahora que estaba muerta y enterrada! Oh, una mujer rara, sorprendente. No era posible odiarla u olvidarla. No sólo obligaba a la atención, sino a una especie de admiración.

La nómina de personajes secundarios es variopinta y vívida: un cura estudioso del género humano, un político numismático, un policía inglés experto del disfraz y un gendarme francés amante de los conejos…

La anciana sirvienta de la actriz había vivido su vida para el teatro y era capaz de evocar aquel mundo pasado y extinto:

La habitación obscura estaba ahora silenciosa, pero tensa; esas pasiones, amarguras y desesperaciones de una generación ida se espesaban en el aire; el cuarto mismo parecía estar en suspenso, cargado de emoción contenida. La narración había despertado en la anciana criada la sensación de los años idos…

El hijo de la víctima, acusado del crimen, es un hombre de profundas convicciones religiosas que cree que su madre encarnaba al propio diablo.

Haya matado a su madre o no, cree que era un instrumento del mal. Me gustaría saber si eso lo absuelve del pecado de asesinato. Legalmente no, claro; pero de acuerdo a… digamos, a las autoridades espirituales… En todo caso, supongo que mitigarían la culpa. Pero qué asombroso encontrar esto en el siglo veinte, y en un hombre que no es maniático ni loco. (…) La alianza de la mediocridad burguesa con tales supersticiones era un ejemplo más de las misteriosas paradojas que la naturaleza ofrece a la consideración de una humanidad curiosa.

Se trata de un crimen abierto. No se parte de un círculo reducido de sospechosos. Tampoco es un asesinato imposible. Más bien es vulgar. Ni siquiera los métodos policiales son extraordinarios: nada de deslumbrantes deducciones ni conejos sacados de la chistera de alguna inteligencia excepcional. En esta novela se nos narra minuciosamente un rastreo por los diferentes ambientes que rodean al crimen. Los dos investigadores, tanto el inspector Field como el detective Gordon, son pacientes y minuciosos. Agotan las posibilidades. Entrevistan a cada persona que pueda, aunque sea remotamente, ayudar en la investigación. No dejan cabos sueltos.

Lo que se pone en primer plano es la investigación biográfica, la búsqueda de las íntimas motivaciones de cada individuo, por inicuos que sean sus actos. Para alcanzar la verdad hay que llegar al fondo de los corazones. Y en ese fondo nunca hay un abismo.

En efecto, el interés por la degradación moral lleva asociada la posibilidad de una redención. Los criminales son seres arrastrados a la abyección pero que, aun así, buscan la serenidad de la paz moral. La novela se inspira en un reformismo humanista que encuentra asomos de nobleza en las almas más negras. Siempre hay posibilidad de expiación. La reinserción es necesaria y nace de la comprensión. Las sombras heroicas de personajes de Dickens como Sidney Carton y Abel Magwitch se extienden, como ecos trágicos, sobre las páginas de esta pieza policiaca.

Hombre de imaginación rica y ardiente. Gordon pudo reconstruir un cuadro bastante exacto de las distintas etapas por las que había pasado un hombre bueno, a través de la humillación, el miedo, la vergüenza y el deshonor, hasta llegar a la desesperación final que lo había reducido a ser este cuervo despiadado, ansioso por apresar la carne aún tibia y palpitante, muerto para la ternura y la alegría. ¡Oh!, loco sin duda; una parte de esos desperdicios creados, no por la naturaleza, sino por el hombre. Esa noche su corazón se sintió enfermo, mientras meditaba sobre aquella vida destrozada.

Una larga sombra no es, quizá, una sorprendente pieza detectivesca. Sí se trata, en cambio, de una novela interesantísima y magistralmente trazada.

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