El amor dichoso no tiene historia.
Denis de Rougemont, El amor y occidente
Marion Harvey firmó algunas brillantes novelas de misterio en los albores de la época dorada del género. Asesinato en la mansión Darwin (The Mystery of the Hidden Room, 1922) ―recientemente recuperada por la editorial dÉpoca― nos ofrece un misterio de la habitación cerrada elegante y hermoso.
Philip Darwin ―un verdadero villano, rico y cruel― es asesinado en su propia mansión. Solo su mujer ―la bella e inocente Ruth― estaba presente cuando sonó el disparo. Nadie más pudo entrar o salir de la estancia. Sin embargo, aunque todo la acusa, Ruth es inocente. Al menos así lo cree su enamorado, el esforzado y sufrido Carlton Davies, narrador de la novela.
La trama detectivesca, como corresponde a esta primera fase de la golden age, viene aderezada con los elementos comunes del folletín clásico y el melodrama: una dama en apuros, un villano sin escrúpulos, su sirviente siniestro, el héroe que languidece por la chica… Desde sus primeras páginas disfrutamos de lágrimas, desmayos exquisitos y una muy apropiada efusión sentimental. El desdichado protagonista nos hace partícipes de un amor incondicional, eterno y trágico. De esos que parecen nacer condenados desde el principio. De esos que no se olvidan.
El uso del narrador en primera persona acentúa el dramatismo. Como todo Watson que se precie, Carlton Davies es un poco tonto. Es lo habitual, aunque en este caso puede que esté un poco más enfatizado de lo normal. Quizá porque el bueno de Davies está enamorado como un colegial.
De cualquier manera, tras plantearse el arranque de la trama con el juicio contra Ruth Darwin, comienza la narración propiamente policial, y lo hace con la presentación del inolvidable Graydon McKelvie, detective aficionado sobre cuyos hombros recae la responsabilidad de salvar a estos Tristán e Isolda de hechuras belle époque. McKelvie es lacónico y enigmático; tan encantador como exasperante. Cortado por el patrón del mismísimo Sherlock Holmes, combina la agudeza y la observación con las ganzúas, los revólveres y los disfraces. Su voz es melodiosa e hipnótica; su inteligencia se revela menos en lo que dice que en lo que esconde.
Era un joven esbelto y bien vestido, muy por encima de la estatura media, con semblante agradable, aunque más bien áspero, cuyos rasgos principales eran un mentón tenaz y un par de ojos negros muy brillantes. No obstante, cuando dijo mi nombre, olvidé su apariencia. Nunca antes había escuchado una voz tan melodiosa. Me calmó con su dulce refinamiento y permaneció en mi mente hasta mucho después de haber cesado, como el eco de una campana de límpido tono. Y su poder era tal que simplemente pronunciando mi nombre me hizo creer que, de todo el universo, él era el único que podía resolver el problema que ya casi me atormentaba.
Para desesperación de su enamorado cliente, que es a la vez el cronista de sus hazañas, alterna estados de postración meditabunda con huracanados impulsos de acción.
—¿Listo? —preguntó McKelvie. Y cuando asentí abrió la puerta del estudio con aire ansioso y el brillo de la batalla en sus ojos.
Esperaba verle sacar una lente y comenzar un examen minucioso de la habitación. En lugar de eso, dispuso el sillón en la posición en que se encontraba en la noche fatal y, acomodándose en él, cerró los ojos.
Aquel procedimiento no me pareció en absoluto el método correcto para resolver el crimen, teniendo en cuenta que cada momento era precioso. Estaba a punto de protestar cuando su ayudante me ordenó que guardara silencio.
—Está pensando, señor —dijo en voz baja.
¿Pensando? Aquello me disgustó en grado sumo. Con mi conocimiento íntimo del caso, pensar durante cinco días consecutivos no me había llevado a ninguna parte; sin embargo, ahí estaba este hombre al que había contratado para encontrar pistas e investigar el asesinato a fondo, sentado en un sillón, pensando; él sabría por qué, puesto que todo el pensamiento del mundo no aportaría las pruebas materiales tangibles que tan apremiantemente necesitábamos.
Pero no nos dejemos engañar. Tras la reflexión, llega el momento de la intriga y de la audacia. El héroe de esta novela no desdeña el peligro ni la peripecia más arriesgada.
¿En qué consiste ese halo irresistible que nos envuelve en todo clásico de aventuras? Nos sumergimos en persecuciones por muelles oscuros y pesquisas en misteriosas tiendas chinas de antigüedades… ¿Se puede pedir más?
Habitaciones secretas y un perfume misterioso en la senda del mejor Leroux… En este whodunit no se atrapa al criminal por el mero razonamiento lógico, pero no importa en absoluto. El rompecabezas lógico da paso al suspense y los investigadores deben enfrentarse al mal arriesgándolo todo a una carta.
En el ámbito más puro del misterio, las identidades siempre son volátiles. Uno nunca sabe con quién se enfrenta y hay que desenmascarar al demonio antes de atraparlo. El desenlace nos ofrece un asesino diabólico hasta lo inconcebible.
Asesinato en la mansión Darwin supone toda una exhibición de ingenio policial y destreza narrativa. La experiencia literaria por la que transitamos entre sus páginas es, sencillamente, maravillosa.
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Nos encontramos, así, ante una novela que narra una venganza y un crimen teatral. Al mismo tiempo, y aunque parezca increíble por lo público del asesinato, es una variante rocambolesca del misterio de la habitación cerrada. Aunque dicha habitación sea un escenario y esté a la vista de cientos de personas. Magistral, ¿no?
«Los secretos de Oxford» supuso un notable intento de ir más allá de las convenciones de la novela detectivesca. Es psicológica y social en primer término; policial y misteriosa, en segundo.
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