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El último caso de Philip Trent
E. C. Bentley
Por Noemí Calabuig Cañestro Publicado en Reseñas en 10 diciembre 2020 0 Comentarios 7 min lectura
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Vanitas vanitatum; omnia vanitas

Eclesiastés 1, 2

«La novela de detectives más deliciosa que jamás se haya escrito». Así describe G. K. Chesterton esta joya del género detectivesco. Su gran amigo de juventud, E. C. Bentley, se la dedicó con las siguientes palabras:

Querido Gilbert:

Te dedico esta historia. Primero, porque el único motivo indisputablemente noble que tuve al escribirla fue la esperanza de que te gustara. Segundo, porque te debo un libro para responder a El hombre que fue jueves. Tercero, porque cuando te expliqué el plan, rodeados de franceses, hace dos años, te dije que lo haría. Cuarto, porque recuerdo el pasado.

Cartel de la adaptación de 1952.

El primer capítulo adopta la forma de una parábola contemporánea. Nos recuerda a las viejas películas de Frank Capra y, de algún modo, a Ciudadano Kane. Narra la historia del gran magnate de las finanzas de los Estados Unidos, Segbee Manderson, que ha muerto recientemente haciendo tambalear el entramado económico internacional. El trasfondo es una reflexión sobre la inutilidad del fervor capitalista y la bondad de los hombres pequeños. Ningún ser humano ha lamentado la ausencia de Manderson a nivel personal. Ni se han levantado monumentos ni existe un solo peregrino que se acuerde de visitar el sepulcro de quien un día fue uno de los pilares de la economía americana.

Como el poeta que murió en Roma, muy joven y pobre, hace cien años, fue enterrado lejos de su propia tierra; pero, por todos los hombres y mujeres de la patria de Manderson que acuden en tropel a la tumba de Keats en el cementerio al pie del monte Testaccio, no hay uno solo, ni lo habrá jamás, que se detenga con reverencia junto a la tumba del potentado tras la pequeña iglesia de Marlstone.

Toda la trama gira en torno al presunto asesinato de este enigmático plutócrata, cuya sombra, después de muerto, planea sobre las cabezas de los demás personajes de la novela. Parece que sus innumerables tentáculos siguieran manejando los hilos desde la tumba. Sus conocidos proporcionan diversas valoraciones, tal vez compatibles pero siempre parciales, de esta personalidad insondable.

Uno percibía en él una absoluta falta de empatía. No era grosero, ni violento, ni aburrido… Al contrario, podía ser en extremo interesante. Pero me daba la sensación de que no había criatura humana a la que no estuviera dispuesto a sacrificar para alcanzar sus objetivos, para imponerse e imponer su voluntad al mundo.

El cadáver de Manderson es hallado a las diez de la mañana en su residencia de Marlstone, en Inglaterra. Llevaba la última quincena alojado allí con su esposa y dos secretarios, en la casa donde solía pasar la temporada de verano desde hacía cuatro años. El cuerpo se encontraba tirado en el jardín, cerca de un cobertizo de su finca. Tenía un disparo en la cabeza que le había atravesado un ojo y unas marcas en las muñecas indicaban que había habido un forcejeo. Aunque estaba completamente vestido, no llevaba puesta la dentadura postiza.

Cartel de la adaptación de 1929, dirigida por Howard Hawks

El protagonista de la novela es Philip Trent, investigador aficionado al que un periódico le ha encargado cubrir el caso.  Aunque dedicado profesionalmente al arte de la pintura, del que obtiene satisfacción personal y algunos beneficios, Trent ha alcanzado cierta fama como detective porque ha resuelto algunos casos complicados. El siguiente párrafo describe su encantadora personalidad:

Lo que más contribuyó a su éxito fue el don inconsciente de caer bien. El humor y una imaginación despierta y divertida siempre tendrán seguidores. Trent unía a estas cualidades un interés genuino por los demás que le reportaba algo más hondo que la popularidad. Juzgaba a las personas de forma penetrante, pero el proceso era interno; nadie podía estar seguro del criterio de un hombre que siempre parecía estar pasándolo bien. Ya se sintiese con ganas de soltar torrentes de disparates, ya anduviese vigorosamente entregado a una tarea, su rostro rara vez dejaba de mostrar una expresión de vivacidad contenida. Además de conocimientos profundos de su arte y la historia de este, tenía una cultura amplia y versátil, dominada por el amor a la poesía. Tenía treinta y dos años y aún no se le había pasado la edad de la risa y la aventura.

Trent es una imaginación despierta y sagaz. Muy observador y minucioso, contempla cada detalle con espíritu de artista. Su punto fuerte es distinguir lo fundamental de lo accesorio entre toda la hojarasca de acontecimientos e información que rodean un caso. Es ingenioso, guasón, elegante y culto. La década siguiente verá nacer ilustres descendientes de este estilo de investigador, de cuyo mismo molde extraerá a Philo Vance y a lord Peter Wimsey. Trent cita los más variados versos con naturalidad y gracia. Habrá a quien le parezcan anacrónicas esas intromisiones abruptas de Tennyson y Swimburne, este exceso de refinamiento poético. Puede que haya a quien, incluso, le resulten estomagantes. A nosotros, debemos reconocerlo, nos encanta. Es una debilidad. Cuando se concentra, Trent silba un lied de Mendelssohn. ¿No es maravilloso?

Cuando el detective llega al hotel donde va a alojarse en Marlstone, se encuentra con su amigo Nathaniel Burton Cupples, un viejo afable y comedido que le pone en antecedentes. Cupples se hallaba en el pueblo por petición de su sobrina Mabel, la viuda de Manderson, a la que describe como la mujer más honesta y bondadosa que jamás haya conocido. Mabel había solicitado su ayuda porque llevaba un tiempo siendo infeliz con su marido, quien había decidido apartarla de su vida y no contarle nada. Manderson parecía movido por un resentimiento perpetuo cuyos motivos ella no alcanzaba a comprender. Al mismo tiempo, la joven era demasiado orgullosa para plantearle las cosas con franqueza y demostrarle que estaba dolida. Ahora había aparecido el cadáver del magnate y los ojos se habían vuelto hacia la rica heredera.

Así comienza el misterio. Y en el planteamiento ya se encuentran las claves de una de las mejores tramas detectivescas que se han escrito. En ella no solo cuenta la inteligencia, de la que hacen gala la mayoría de los personajes, sino que las pasiones humanas juegan un papel decisivo: el amor, el odio, la vergüenza… La situación empujará a nuestro protagonista a las puertas de un dilema moral del que solo podrá salir ileso si está dispuesto a sacrificarse y a renunciar.

El último caso de Philip Trent (Trent’s Last Case, 1913) es una obra maestra indiscutible. Se trata de la novela germinal de toda la tradición de la Golden Age. De su estela surgen las mejores creaciones de Dorothy L. Sayers, Michael Innes, Ellery Queen o S. S. Van Dine. Una escuela literaria cuya obra fundacional no pudo ser más brillante.

Como todas las novelas del género, plantea un enigma cuya solución, en cierto sentido complicada, es al mismo tiempo de una sencillez extraordinaria. El final de la trama no solo no decepciona, sino que introduce todavía más elementos de reflexión y deleite. Nada más terminar de leerla uno tiene la sensación de que acaba de disfrutar de un clásico, de que se halla ante una de esas obras que no envejecen con el tiempo porque son, de algún modo, intemporales.


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